ctualmente se juntan en el escenario nacional tres temas de extraordinaria importancia: la disputa por el petróleo, la reforma educativa y la próxima implantación de la supuesta cobertura universal
de la seguridad social. Estos tres temas son parte integral de una misma política de transformación del Estado bajo la doctrina del modelo económico-social, neoclásico y neoliberal.
Este modelo también tiene su propio paradigma de gerencia o administración pública que es presentada como un procedimiento gerencial que permitiría incrementar la eficiencia, calidad (eficacia) y transparencia de la administración pública. Está basada en los principios de la nueva economía institucional (NEI), a su vez inspirada en la teoría de la elección racional, y es conocida como la nueva administración o gerencia pública (NAP). Fue puesta de moda por (Margaret) Tatcher y (Ronald) Regan y ha dominado como modelo administrativo en buena parte del mundo durante las pasadas tres décadas.
Aunque no exista una definición única de la NAP varios autores han distinguido dos vertientes: la franca privatización de los bienes y servicios públicos y la implantación en las instituciones del sector público de mecanismos de manejo y control tomados de la administración privada, o sea, su mercantilización
o empresarialización
. Esto ocurre particularmente en las instituciones que se ocupan de los servicios de bienestar social, como educación, salud, asistencia social, atención a grupos vulnerables, etcétera, pero también en el manejo del agua y la basura, la policía y el transporte, entre otros.
Interesa subrayar que los argumentos en favor de las reformas en curso se toman con frecuencia de la NAP y se presentan como razones técnicas y científicas basadas en evidencias que, por tanto, deberían estar por encima de cualquier debate o cuestionamiento político.
Simplificando, se pueden resumir los elementos de la NAP en cambios estructurales y en los procesos administrativos de las instituciones públicas. Los primeros se refieren a la reducción del sector público y sus instituciones, la privatización directa de algunas de ellas, la creación de nuevas agencias económicas o su tercerización, la descentralización y la reorganización interna para mejorar la coordinación y especialización.
Entre los cambios procesales destacan: autonomizar la conducción de la empresa, o sea, la remoción de la normatividad legal estatal, por ejemplo, en licitaciones o contratos; la introducción de la competencia en el sector público para hacerlo eficiente, contener costos y mejorar la calidad; la disminución de los costos directos (pero no los indirectos); la evaluación continua; la focalización en los resultados productivos; el control del desempeño con metas cuantificadas; la flexibilización del empleo e incentivos al desempeño; la modernización con la introducción de tecnologías informáticas, entre otros.
Como se observa, estos elementos han estado presentes en las reformas estructurales
en México, sea bajo la forma de privatizaciones directas o con la introducción a raja tablas de incentivos, la flexibilización del empleo con la destrucción de contratos colectivos y las asociaciones público-privadas, por mencionar algunos.
A pesar del uso extendido de la NAP, en México y en el mundo lo relativo a sus efectos es una discusión entre expertos que no ha llegado a –o no está considerada por– los políticos responsables de promoverla. En este contexto, es de subrayar que varios investigadores han encontrado que los políticos responsables de introducirla ignoran qué es la NAP y cual ha sido su impacto. Sólo la utilizan para fundamentar su discurso.
Aunque la evaluación y la medición, objetiva y cuantitativa, de resultados supuestamente es uno de los grandes logros de la NAP, la revisión de la literatura demuestra que hay pocos estudios concluyentes sobre su impacto y pocas evidencias de que sea positivo. Es más, organismos promotores de la NAP, como el Banco Mundial llegan a la conclusión de que no hay evidencias unívocas y que uno se queda perplejo con la ambigüedad de los estudios y la escasez de experiencias exitosas, particularmente en países en vías de desarrollo (Mannig, 2000). También se constata que los distintos índices usados son inadecuados para medir los éxitos y fracasos en los países y compararlos entre ellos.
Queda entonces claro que lo central en las disputas en marcha no es lo técnico-científico, sino los principios y valores de la conducción del Estado y a quienes favorece una u otra alternativa. Está, pues, a debate el proyecto de nación.