Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Prisiones

E

n el amanecer, mientras avanza por la calle desigual erizada de chatarra, Mateo recuerda una vieja estrategia: meter los puños cerrados en los bolsillos para simular que lleva un arma. Unos pasos adelante aplica otra enseñanza de su padre: alejarse de las obras en construcción porque entre los bultos de cemento, las varillas y las piedras puede ocultarse un malhechor.

Mateo sonríe. En el barrio, los delincuentes no se esconden. Son dueños de las calles, actúan a la luz del día, toman el sol apoyados contra las paredes, de una esquina a otra intercambian silbidos o se llaman a gritos por sus sobrenombres: El Chueco, El Sabroso, El Jícamo, El Patotas. Desde hace más de siete meses, en la lista de celebridades siniestras falta el apodo de Eusebio Meza Meza: El Tapón: un metro cincuenta de estatura, cuarenta y nueve kilos de resentimiento y de malos recuerdos, empezando por los de su escuela Porvenir de la Infancia.

Allí lo conoció Mateo. Lo atrajo hacia él el griterío de los muchachos de tercer año que a la hora del recreo rodeaban a Eusebio, el recién llegado, para empujarlo y convertirlo en su juguete mientras exclamaban: “Sale, Tapón.” “No te caigas, Tapón.” “No chilles, Tapón.” Desde entonces, a Eusebio se le quedó el mote. Inclusive en el reclusorio lo llaman así. Mateo lo comprueba cada vez que tiene oportunidad de visitarlo.

II

Caminar en la madrugada rumbo a la carretera donde aborda el camión es parte de las rutinas de Mateo; sin embargo, aún lo asombra que a esas horas ande tanta gente por la calle, sobre todo mujeres que cargan en un brazo al hijo recién nacido y en el otro una pañalera o una bolsa de plástico retacada con las pobres mercancías que venderán en el tianguis de la colonia vecina. Abarca cinco cuadras y se ha hecho célebre porque allí se compra de todo: desde una rondana hasta un refrigerador descompuesto.

Un domingo en que Mateo acudió al tianguis para comprar una llanta de medio uso encontró a Eusebio. Había dejado de verlo desde que, sin terminar el sexto año, su amigo desertó de la escuela. “¿Dónde te habías metido, pinche Tapón?” Por ahí. Cuando a la media tarde se fueron a comer a la fritanga de mojarras para celebrar el rencuentro, El Tapón fue más explícito.

Sus malas calificaciones y su desgano para los estudios llevaron a su madre a sacarlo de la escuela. Acató la medida sin protestar y con la secreta alegría de saberse al fin a salvo de las burlas de sus compañeros: “Pinche Tapón ojete”, “el méndigo Tapón de alberca no tiene papá.” “Híjole, Tapón, apestas a perro.”

Durán, uno de sus agresores, fue más allá: acusó a Eusebio de haberle robado 10 pesos que traía en su mochila. A la hora del recreo, los seguidores de Durán empujaron al Tapón hacia el traspatio de la escuela y allí lo amenazaron con matarlo si para el lunes no devolvía el dinero. Fue inútil que se jurara inocente. La sentencia siguió en pie. Para salvarse, cometió su primer hurto: mientras su madre dormía extrajo de su bolsa dos monedas de diez pesos. Con ellas pagó por su seguridad y también selló su destino de ladrón.

Mateo tomó a broma las palabras de su amigo. Lo llamó echador. Para demostrarle que hablaba en serio El Tapón le detalló su segunda hazaña: el robo de una camiseta y unos calzoncillos en un supermercado. ¡Vas al tambo, cabrón, le dijo el policía que lo descubrió. Seis meses a la sombra y en ese tiempo cuatro visitas de su madre. Hacerlas significaba para ella un largo viaje desde la Pensil, gastos, humillaciones. El Tapón le suplicó que no volviera, después de todo no le faltaba tanto para recuperar su libertad. Ya se verían entonces. Y así fue.

El Tapón salió del reclusorio a la medianoche de un lunes. Sin dinero, tuvo que hacer a pie el viaje hasta el cuarto de azotea que compartía con su madre. El trayecto era largo. Tuvo mucho tiempo para pensar en su vida, para imaginarse venganzas sobre Durán y los otros gandallas que lo habían hecho aborrecer la escuela. Al final se hizo la pregunta que siempre evitaba: ¿quién habría sido su padre? A lo mejor uno de los presos que había visto en el reclusorio lavando su ropa, haciendo ejercicio en las barras, pidiéndoles a los visitantes una moneda a cambio de torpes artesanías.

La idea terminó por repugnarle. Mejor pensó en la alegría de su madre al verlo aparecer libre, limpio de toda culpa, dispuesto a no delinquir jamás. Sintió urgencia de decírselo, de hacerle ese regalo. Apretó el paso, corrió como si vinieran persiguiéndolo sus torturadores en Porvenir de la Infancia. Se detuvo un momento para evitar el cubetazo de agua que arrojó el empleado de la panadería y tuvo tiempo de mirar el reloj: las seis de la mañana.

A esas horas su madre siempre estaba lista para salir a las casas o a los edificios donde hacía limpieza. Imaginarla inclinada sobre los pisos lo llenó de culpa, de ternura y de un ansia terrible de abrazarla. Reemprendió la carrera. Jadeante subió hasta el cuarto de azotea. Golpeó la puerta de lamina: Jefa, soy yo. Ábrame. Cuando ella lo hizo pudo ver a un hombre que en camiseta y pantalones hundía los brazos en una cubeta de agua. El Tapón no pidió explicaciones. Lo entendió todo por la forma en que su madre le dijo: Es Celedonio.

Frente a Mateo, El Tapón confesó su anhelo de que su madre hubiese agregado: es tu padre, pero no fue así. Ella nada más se apartó para dejarle el paso libre hacia el interior del cuarto oloroso a sudores mezclados, cerveza, tabaco. El Tapón no pudo resistirlos. Dio media vuelta y se fue sin atender al llamado de su madre: Espérame, hijo, compréndeme por favor.

El Tapón había hablado como si las cosas le hubieran ocurrido a otro y no a él. Hasta hizo bromas que obligaron a Mateo a volverse para ocultar una sonrisa maliciosa. Luego se despidieron bajo promesa de volver a verse; cosa fácil, ya que El Tapón estaba decidido a continuar trabajando en el tianguis. Vender chácharas le gustaba y además allí tenía la ventaja de poder quedarse a dormir entre armazones y bultos.

Mateo se ofreció a buscarle un cuarto en su colonia. Una semana después se lo encontró en la azotea de una farmacia. De allí la policía sacó al Tapón para llevarlo al reclusorio acusado de un nuevo robo: 500 pesos que su patrón en el tianguis le encomendó para que cubriera una deuda. El Tapón no hizo el pago porque, según juró, un tipo que viajaba en una motocicleta se lo había quitado. Nadie le creyó.

Mateo fue el único que visitó al Tapón durante su aislamiento. Dando vueltas en el patio, hablaba de su inocencia y se enfurecía porque nadie creyera en ella. A veces, cuando estaba de mejor humor, se divertía comparando su situación actual con la padecida en la escuela a causa de Durán. Por culpa suya había aprendido a robar. Iba a decírselo si alguna vez se encontraban.

El Tapón salió de la cárcel fortalecido físicamente –si no haces ejercicio te vuelves loco–, con nociones de carpintería y la voluntad de mantenerse limpio. Para eso necesitaba trabajar. Volvió al tianguis, pero allí fue rechazado. Continuó su búsqueda. Mientras se prolongó, El Chueco, El Sabroso, El Patotas y El Jícamo intercambiaban miradas y silbidos hasta que lo convirtieron en uno de los suyos. “Pinche Tapón: por pendejo te pescaron.”

III

Mateo llega a la carretera. Aparece el camión. Hoy no lo aborda para ir a la fábrica, sino para visitar al Tapón en el reclusorio. Con ésta ya son cinco veces que su amigo paga una condena. De sus amargas experiencias ha salido cada vez más fuerte físicamente, más diestro en nuevos oficios y con la idea de que la justicia no fue escrita para él.