or qué se desestimaron las aportaciones del magisterio disidente? ¿A quién corresponde la responsabilidad? ¿A los legisladores? ¿Al pacto y los partidos que lo integran? ¿A la Presidencia de la República? ¿A la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación? ¿A todos? Quién lo sabe, pero lo cierto es que el dictamen aprobado en comisiones resultó ser una calca de las posturas defendidas por los grupos de presión vinculados al sector privado, afines al PAN (pero más cercanos a la operación oficial).
Meses de críticas y debates se evaporaron sin dar resultados positivos, de modo que al cuarto para las 12, cuando el periodo extraordinario llegaba a su fin sin tomar en cuenta las aportaciones, la impugnación en las calles puso en jaque el funcionamiento de la ya de por sí caótica ciudad capital, exasperando a los ciudadanos que en teoría debían apoyar a los maestros. A exacerbar el clima de irritación contribuye sin duda la abusiva campaña mediática lanzada contra los maestros, pero también la insensibilidad de éstos para evitar acciones inaceptables, como la toma del aeropuerto, causante del griterío contra el Gobierno del Distrito Federal, al que se le pide provocadoramente desatar la represión contra los profesores acampados en el Zócalo. Es imposible no ver en estas airadas actitudes algo más que la indignación de las clases medias por el desquiciamiento del tránsito vehicular.
Cuando se dice que la posposición de la ley sobre el servicio profesional y la apertura de una rendija para dialogar implican que la Presidencia se dobló
ante la coordinadora, hay detrás un cálculo político, la expresión de los mismos intereses que se quejan, en otros campos, de no avanzar al ritmo que sus ambiciones les dictan. Hay una suerte de temor preventivo que busca ahogar en la cuna protestas mayores. No es casual que una periodista radiofónica absolutamente histérica dijera que el gobierno se había arrodillado
ante la protesta y que la reforma educativa estaba herida de muerte. Todo se puede perdonar, dijo otro liberal de cepa, pero no la exclusión de esa reforma que era la parte esencial de la transformación estructural
.
Tal estado de ánimo a favor de la mano dura tiene muchas vertientes, pero en el caso de la reforma educativa es inseparable de algunos de los equívocos que la acompañan desde que Peña Nieto la presentó como pieza angular de su estrategia sexenal. El reconocimiento de la tragedia silenciosa
de la enseñanza nacional no era nuevo, pero la admisión pública de las deficiencias asociadas al papel del sindicato en la crisis marcó el destino de los cambios.
La desafiante prepotencia de la dirigente vitalicia, cada vez más entregada a los juego de poder y con el poder, confirmó a los ojos de muchos que la reforma pasaba por la caída de esa dirigencia. Sin embargo, jamás entró en la mente de los reformistas
la necesaria democratización de la organización de los trabajadores, así como la necesidad de su intervención para darle curso a las propuestas. Se les identificó como objeto de las reformas, pero se les negó su condición de sujetos indispensables en el proceso.
La Presidencia, en efecto, metió en la cárcel a Elba Esther Gordillo, pero mantuvo en pie el acuerdo corporativo con la dirigencia que le era cercana, la sumisión del aparato burocrático que le sirve para neutralizar las imaginables protestas de sus agremiados que no se ven por ninguna parte. La autoridad y sus consejeros áulicos jamás comprendieron el impacto que tendrían las campañas de los alegres evaluadores surgidos como hongos en la sociedad civil
con voz asegurada en los mass media. Ignoraron la situación social concreta en varios estados o se aferraron a una idea política de lo que estaba en juego. Así, la reforma en ciernes –aun carente de contenidos pedagógicos– se identificó más y más con una propuesta antisindical, en la cual el único y gran responsable de la crisis eran los profesores, a los que se ensució con toda suerte de calumnias derivadas del enfoque para medir
los puntos negros del sistema. La idea de evaluar a los profesores, un instrumento necesario, se pervirtió al convertirlo en el medio punitivo para purgar
a la docencia, quebrar al sindicato sin renovarlo y liberar
las potencialidades de la rectoría del Estado, perdida durante décadas a manos de la mafia protegida por la autoridad. La evaluación se vendió como el recurso punitivo por excelencia contra un magisterio cargado en el imaginario de todos los defectos.
Por eso, pienso que tiene mucha razón Jorge Javier Romero al señalar, en un texto publicado en el periodico digital Sin Embargo, que “el problema central de la iniciativa aplazada es el modelo en el que se basa. La cabeza de la nota interior de Reforma –Frenan diputados ley de evaluación
– no es sólo el reflejo de un malentendido; lamentablemente, expresa de manera cruda la idea que domina el fallido proyecto gubernamental, pues éste no diseña un servicio de carrera basado en el reconocimiento del esfuerzo de los maestros, sino que confunde la profesionalización con un sistema de evaluación orientado a correr a los maestros que no superen las pruebas periódicas.
La inspiración del proyecto de la SEP proviene de los muy cuestionados preceptos del movimiento por la reforma de la educación desarrollado desde hace algunos años en Estados Unidos, según el cual las evaluaciones recurrentes deben usarse para presionar a los maestros a mejorar en su desempeño. No haría mal esclarecer cuál sería, legalmente hablando, la relación entre un servicio profesional
y la actividad propia del sindicato. Lo peor es dar por supuesto que todo es preciso y cristalino. En fin.
Resulta lamentable que a lo largo de los meses la cuestión de la reforma se pensara sólo como una asunto de gobernabilidad y no como el proyecto integral que el país requiere, como lo demuestra la casi nula presencia del secretario de Educación en la discusión. ¿Y ahora? Un saldo especialmente negativo ha sido la instalación del discurso del odio, que ya se comienza a escucha con frecuencia peligrosa. Vienen días de riesgo.