os mexicanos que nacieron en la década de los 80 no pudieron ver ni sentir los efectos del cambio que se había producido en su país por causa del más amplio, que fue determinado por las potencias capitalistas del planeta.
Algunos de ellos, en su adolescencia, llegaron a familiarizarse con dos palabras: globalización y neoliberalismo. Les significaban poco o nada, pero allí se quedaron como un pin del doctor Jekill y mister Hyde.
Los hijos de la crisis ya no vinieron al mundo con su torta bajo el brazo. El azoro de sus padres fue mayor cuando José López Portillo anunció el primero de septiembre de 1982 la estatización de la banca. Tan bien que parecían ir las cosas. El país nadaba en petróleo y el precio del crudo se puso por las nubes. No había otra cosa qué hacer sino administrar la riqueza. Los créditos en dólares llovieron en los corporativos de los mighty Mexicans, que invitaban a sus cavas dinerarias a la burocracia reinante. Grande fue la borrachera de unos y otros en el elevado penthouse de doble ala. Pero más grande todavía fue la resaca llamada crisis de la deuda.
Abajo, el pueblo sólo había sabido de alzas en las tarifas de luz y gas, y de los primeros signos de la pobreza futura. El gobierno de Miguel de la Madrid premió a los del penthouse: primero, con el rescate de las empresas que se habían endeudado hasta la última gota de turbosina empleada por los jets de sus dueños para recoger cualquier delicatessen en los puntos más remotos del globo, y luego poniendo en sus manos los primeros casinos (la banca paralela) regenteados por Legorreta y sus 300. Impuso, mientras, duros castigos al pueblo: austeridad y las famosas medidas dolorosas pero necesarias. Para sonar global inició la venta de las empresas patrimonio de la nación y dio paso a las maquiladoras (sobraban hambre y brazos).
Ya venía en camino para lavarle la cara a su partido con un lienzo ensuciado en la arena electoral el joven, deportivo y dinámico Carlos Salinas de Gortari. Su contrarreforma agraria expulsó a millones de campesinos de sus lugares de origen y a otros tantos ejidatarios los convirtió en jornaleros de los neoagricultores, que aprendieron pronto a exportar brócoli. El país perdió poder como productor de granos. Admitió en el TLC la apertura al capital extranjero en rubros reservados hasta entonces a los nacionales y la libre circulación de mercancías y capitales; no así la de los trabajadores mexicanos frustrados, que buscarían empleo en Estados Unidos o Canadá. Y continuó vendiendo los bienes patrimonio de la nación, porque no era justo –decía– que hubiera tanta pobreza con un Estado rico. Decidió, como señaló Porfirio Muñoz Ledo en la Cámara de Diputados, que la aeronavegación, la petroquímica, las telecomunicaciones y la red de abasto popular se vendan por la trastienda
. El hombre más rico del mundo, la cadena WalMart y otras estrellas de Forbes y Fortune le viven eternamente agradecidos. A los banqueros que les habían sido retirados sus bancos, una vez saneados éstos se los regresó del todo (su antecesor había puesto la muestra). Tal venta, con facilidades de pago, no sirvió para la inversión productiva ni para satisfacer ingentes necesidades de los sectores más pobres, sino para pagar la deuda interna: de los bolsillos de los banqueros a los bolsillos de los banqueros.
El sexenio de Salinas terminó ensangrentado y con un tufo de monopolismo privado del que no se ha podido librar él mismo hasta hoy día. Lo sucedió el de Ernesto Zedillo. El inicio de este gobierno quedó marcado por una brutal crisis financiera y el levantamiento zapatista. Los banqueros no pasaron por evaluación alguna a la hora de adquirir los 18 bancos en manos del gobierno y fracasaron. Zedillo les rescató sus negocios bancarios. Como buenos coyotes, en caliente los revendieron a la banca transnacional. Siguió vendiendo bienes nacionales y nos quitó los ferrocarriles (jamás se lo perdonaré) para obtener, como de costumbre, beneficios privados. Más sangre y 5 millones de emigrados.
Esos cuatro presidentes priístas nos prometieron el oro y el moro. El resultado: un país cada vez más pobre, sometido al capital y el poder extranjeros, y con más problemas creados de los que se pudo haber resuelto.
A una invitación del PRD de la localidad, comenté la obra colectiva coordinada por Arcadio Sabido Méndez, Andrés Peñaloza Méndez y María Alejandra Hernández, Miradas alternativas al neoliberalismo. Para hacerme entender lo mejor posible sobre las dos palabras mencionadas al principio de este artículo empleé el método inductivo y me puse como ejemplo. En 1990 contraté un préstamo hipotecario para comprar mi casa. Debí haber terminado de pagarla hacia 2005. Error de diciembre
, rescate bancario, restructuración de mi deuda. Aún continúo pagándola y me faltan otros siete años más para liquidarla. Globalización y neoliberalismo significan para mí trabajo convertido en capital que sale del país. Lo cual me convierte en tributario de una economía ajena. Vuelvo a la Colonia: más de 20 por ciento de mi ingreso está destinado a financiar la crisis europea.
Esas razones elementales, entre otras de carácter ético-político, me llevaron a ver como masoquistas a los que en condiciones semejantes a las mías votaron por los polvos de aquellos lodos en julio de 2012. Por las mismas, ahora me sentiría un pobre ingenuo o un redomado imbécil si creyera en lo que nos promete Enrique Peña Nieto con la reforma a la industria energética nacional.