os anuncios han sido contundentes: México no está solo ni puede evadir, por el mero hecho de quererlo, las tendencias dominantes de la época. Por más que se hizo y dijo, hoy tenemos que rendirnos a la evidencia de un declive en el ritmo de crecimiento de la economía que implica menos empleos nuevos creados y, de proseguir como va, incluso aumento del desempleo abierto.
Que algo así iba ocurrir en el año se sabía de antemano, pero no se tomaron las providencias mínimas para encararlo y salir al paso de los efectos más nocivos. Por razones que deberían saberse, el nuevo gobierno propuso un presupuesto restringido y así lo aprobó la nueva legislatura. Si tomaron en cuenta o no sus efectos desalentadores sobre una actividad económica de por sí declinante, no se nos hizo saber con precisión y oportunidad y, como si nada, se puso al país todo en dirección de esta nueva
normalidad de subempleo, desempleo, crecimiento a ras del suelo y baja inversión que se corona en el Who cares? (¿A quién le importa) del que ha escrito Paul Krugman.
La austeridad impuesta como dogma y mantra para la reconfiguración global tiene ya sus primeros y devastadores efectos: lo que impera es una austeridad vuelta flojera para reconocer el presente e imaginar un futuro mejor. Todo es, ahora sí, presente continuo.
Saber, conocer, y no actuar en consecuencia es expresión de inmadurez y subdesarrollo, así como de decadencia. Esta capacidad de detectar fallas y actuar oportunamente solía marcar la frontera entre el desarrollo y el atraso, pero hoy los linderos se han disuelto en el torbellino globalizador y su desastrosa Gran Recesión que marcha sin pausa a un estancamiento de larga duración. De aquí la urgencia de pasar revista una y otra vez a lo que en efecto sabemos para así elaborar una agenda que guíe la acción en la emergencia. El mundo, sometido a una turbulencia que no reconoce cauce alguno, impone modos de actuar e intervenir a los estados que ponen a prueba su flexibilidad y capacidad de cambio, una vez que se identifican los nuevos rumbos de la crisis. Ahí reside la prueba de ácido de la madurez de las sociedades, así como de la robustez de sus sistemas políticos y formas de gobierno. Nosotros no aprobamos ninguna, a pesar del jolgorio en torno al Mexican Moment
orquestado por las casas de inversión internacionales y atingentemente coreado por los niños cantores del gobierno y la Bolsa.
Sabemos mucho más que antes de lo que somos y nos pasa. Por ejemplo: la composición y dinámica de nuestra demografía hace tiempo que demandan que la economía crezca rápido y sostenidamente, por encima de como lo ha hecho en las décadas pasadas y por un periodo largo, antes de que el bono demográfico se agote. Sabemos también que al no ocurrir así, los jóvenes no encuentran acomodo en el empleo protegido y dignamente remunerado y que las filas del subempleo y la informalidad laboral aumentan y aumentarán implacablemente.
Sabemos también que sin inversión productiva no hay crecimiento económico y que, en las actuales circunstancias del mundo, eso no puede lograrse si el Estado no recupera su papel protagónico en la formación de capital. Sabemos asimismo que esto no ha ocurrido en el cuarto de siglo reciente y que, además, poco o nada se ha hecho para crear espacios suficientes en el sistema educativo para que los jóvenes tengan una mínima alternativa de aliento.
Sabemos, en fin, que este cuadro de mal empleo y mala educación desemboca en formas nefastas de convivencia colectiva que corroen la cultura y los reflejos cooperativos de las comunidades y fomentan la negación de la política, las normas elementales para la vida en común y de la democracia misma. Sabemos esto y más, pero nuestra acción como colectivo ha ido por otro rumbo.
Más allá de la absurda banalidad del litigio electoral con que se busca edulcorar la gravedad de la situación, es preciso insistir en la alarma y erigir proclamas de alerta. Los juegos de abalorios de los que ven al país y su futuro como subasta permanente, deberían dejar su lugar a unos ejercicios deliberativos radicales que no teman al diagnóstico y den muestras claras de disposición al riesgo de tomar decisiones fundamentales, como tendrán que ser los acuerdos que muevan las voluntades y conmuevan la disposición cooperativa de las fuerzas sociales.
La superchería de las reformas estructurales que tanto necesitamos
y tanto bien traerán consigo, debería ser sucedida por una toma de conciencia profunda sobre la complejidad y dureza de una situación que, en efecto, reclama cambio a la vez que demanda de un efectivo y promisorio rumbo distinto al seguido. Llegó la hora de virar y empezar a trazar un nuevo curso.
De no ocurrir así, no podremos quejarnos: sabíamos y sabemos que al final de este viaje no nos esperaría sino la desolación (y sin laberinto).