ara embarcarse en reformas de fondo se requiere, qué duda, de la consiguiente legitimidad política que soporte tales pretensiones. Hacer o proponer cambios a la estructura en cualquier país no es una cuestión que se agote en mayorías legislativas, ni siquiera entre esas otras, más pesadas aún, de naturaleza partidaria. Hacen falta variadas concordancias para formar la masa crítica ciudadana suficiente y contar con el liderazgo requerido para orientar tal empuje. Las mismas circunstancias juegan en estos complejos menesteres un rol estelar. La actual es una administración federal cuya base de legitimidad ha sido cuestionada por sendos partidos ahora opositores. Incluso los panistas, siempre cercanos y obsecuentes con el poder en turno desde hace varios quinquenios, afirman que la misma Presidencia fue adquirida a billetazos (G. Madero).
La recién aprobada reforma educativa es claro indicio de los serios límites con los que el priísmo (¿de nuevo cuño?) se ha topado para enfrentar y llevar a feliz término, su cacareada legislación renovadora. Una cosa es acordar objetivos y mecanismos, dentro de un pacto señaladamente cupular y otra, muy distinta, es sumar la participación de mayorías. Llevar a la práctica el contenido y las acciones de una reforma educativa de calado, y sus muchas derivadas, es un creativo asunto de amasar la conciencia colectiva y de hábil penetración interclases. La emergencia de sendos agrupamientos opositores de base (UPG) de creciente belicosidad y desparramados en distintos territorios inestables donde se hayan bien implantados, no fue una variable a considerar por la soberbia élite partidista. Tampoco el mismo accionariado gubernamental previno tan enraizada militancia popular que se le situó enfrente. Cuando la tuvo a la vista, primero decidió apabullarla echando encima todo el peso de la autoridad que acompaña al entramado institucional. Se pensó que, con un enérgico desplante desde las meras alturas, el asunto quedaría zanjado de inmediato. No fue así. Afortunadamente, ante el masivo clamor de la calle, se dio una pausa al proceso impositivo. Se bajaron, con un asomo de cordura, los ánimos represivos. Ánimos, por cierto, bastante insuflados por el despliegue irresponsable y desmesurado del aparato de convencimiento en pleno.
Al parecer la lección no ha sido procesada debidamente. La pausa que exigen las adecuaciones a las leyes secundarias da la impresión de haber acallado, al menos en parte, la fiera movilización magisterial. Pero recientes acontecimientos, tanto internos ( charrazo en Chiapas) como externos (protestas brasileñas), fuerzan a reconsiderar las pretensiones del oficialismo. Seguir la ruta originalmente trazada para la reforma educativa, pese a los nubarrones ya formados, obliga a poner a buen recaudo las terminantes consejas de algunos organismos multilaterales (OCDE).
Toca ahora el turno a las otras reformas ya encaminadas de acuerdo a la agenda del famoso pacto: la energética y la fiscal. Ambas de trascendencia innegable. Ambas con aspiraciones de insertar en el cuerpo institucional modificaciones profundas que bien pueden ocasionar rupturas con el orden establecido. Ambas, necesitadas de legitimidad a prueba de incertidumbres, desaseos o debilidades argumentativas, por parte de sus proponentes. Actores éstos que, de cierto, lejos están de portar tal fuerza popular y la consistencia técnica en sus alforjas. Poco importarán para estos menesteres los resultados de las elecciones en puerta, aun en el supuesto que éstos puedan reforzar las posiciones priístas.
El suelo político y social que se pisará en los próximos meses es movedizo, plagado de pequeños o serios conflictos de muy distintos calibres. Sobre ellos se despertarán adicionales ánimos ya bien caldeados: conflictos mineros, pleitos poselectorales, reacomodos sindicales (CNTE, SNTE) intenso deterioro salarial bien documentado (8 por ciento en sólo tres meses) violencia continuada del crimen, ríspidas disputas por el agua, ralo crecimiento económico en curso con poco empleo, multitud de ayuntamientos fallidos, regiones enteras del país sustraídas al imperio de la ley, parálisis de amplios núcleos de la gestión pública, son sólo algunas de las condicionantes. Lugar aparte merecen los reclamos y exigencias en curso de mejor organicidad por sus familiares desaparecidos. El número de éstos no sólo ha rebasado la capacidad del gobierno para darles respuesta adecuada, sino que constituye un problema de enormes dimensiones humanitarias que todavía no se ha dimensionado con justicia. Tampoco se aprecia con la hondura y proyección debida el denso, rijoso, ánimo popular provocado por la corrupción y su concomitante impunidad. Todos estos asuntos deben mensurarse antes de irse sobre la siguiente etapa de pretendida agenda renovadora.
Los asuntos petroleros y eléctricos, calan muy hondo en el ser colectivo mexicano. No son, ni de cerca, mitos a desterrar, concepciones atrasadas, refugios interesados de populistas, lugares comunes desfasados o retrogradas posturas de provocadores ignorantes. Son parte de la identidad nacional, quiérase o no, y de ello se han dado pruebas por demás consistentes ante las tentativas del oficialismo por ningunearlas. Los resortes anímicos y de identidad que se mueven en ese sustrato nacional no es una cuestión de fanáticos o engañabobos. Es un hálito, ya bien cimentado, que impregna casi todos los demás ámbitos de la vida en común.
La base conceptual que hasta ahora ha esgrimido el gobierno y sus aliados de dentro y fuera es por demás corta, tramposa y sesgada. Alegar carencia de recursos para invertir, aún en el monto de los 150 mmdp, es un dato endeble y un torpe argumento. Ya en los tiempos del panismo calderónico se desplegaron cifras y razonamientos similares que, finalmente, se contrastaron en el Senado. Todos ellos fueron derrotados de manera contundente por las posturas, denuncias y propuestas lanzadas desde la izquierda. Sin duda, de insistir, volverán a estrellarse de nueva cuenta. No contarán con los apoyos masivos indispensables para una aventura privatizante como la que persiguen, hayan presentado o no su propuesta final de reforma. Bien se saben y se conocen, hasta el cansancio, los intereses y las pretensiones que se mueven detrás. Se les volverá a vencer aunque cuenten con los consejos y prestigios de los famosos mercados globalizados.