esde hace décadas, la escuela de pensamiento dominante en los colegios de historia es el historicismo o relativismo histórico. Para muchos de quienes –muy jóvenes– nos matriculamos en la licenciatura en historia, el historicismo encerraba razones poderosamente atractivas frente al marxismo de manual, el empirismo mal llamado positivista, o los lugares comunes del tipo el que no conoce su historia está condenado a repetirla
.
El historicismo que leíamos en nuestros años de aprendizaje nos decía, en palabras de Benedetto Croce que toda historia es historia contemporánea
y que el pasado no existe
: la historia está viva en el espíritu y no en los restos muertos del pasado. De ahí partía R. G. Collingwood para afirmar que toda historia es historia del pensamiento
, que el conocimiento histórico es la reactualización, en el espíritu del historiador, del pensamiento cuya historia estudia
y que el conocimiento histórico es la reactualización de un pensamiento pasado, encapsulado en un contexto de pensamientos presentes que, al contradecirlo, lo confinan a un plano diferente al suyo
. Es el historiador quien construye (o reconstruye) dentro de sí mismo el pasado y, por tanto, todo pensamiento histórico es interpretación histórica del presente
. Por supuesto, si la historia es interpretación, no hay verdad, sino verdades a las que llega el historiador desde sus problemas presentes, su perspectiva presente y, por fin, si lo que nos lleva al estudio de la historia son los problemas el presente, la historia es también compromiso, decisión, toma de partido
(Ramón Iglesia).
Haciendo a un lado el idealismo (la reducción de la historia al espíritu y a la historia del pensamiento), hay cuatro premisas con las que es difícil no coincidir:
El pasado no existe, la historia vive en el presente; es el historiador el que (re)construye en su interior el pensamiento del pasado; la verdad es relativa, depende de la subjetividad del historiador; la historia exige compromiso en el presente.
Sin embargo, después de Croce y Collingwood, después de la Segunda Guerra Mundial y de manera aún más acentuada tras el final de la guerra fría, los sucesores del relativismo se ocuparon en negar toda validez científica al conocimiento histórico hasta el punto de permitir a los falsificadores (y a cada vez más estudiantes y egresados de las escuelas de historia) asegurar que toda interpretación es válida, confundiendo aposta y con grosería, interpretación con invención. En la práctica, eso les permite abandonar la investigación, la crítica de fuentes y su confrontación e incluso, la más elemental honestidad intelectual, pues si toda verdad es válida, ninguna lo es. Como hemos señalado en otras ocasiones, el relativismo histórico nunca llegó a tanto… aunque al parecer, sí sus sucesores. También es verdad que el propio pensamiento de aquellos autores llevaba a abstracciones muy poco históricas, como la mente absoluta
(esta idea ha sido correctamente explicada por Rodrigo Díaz, El historicismo idealista: Hegel y Collingwood, pp. 128-133).
Ahora bien, en mis mal articuladas reflexiones sobre este posmodernismo que hace de la historia mero discurso actuaba como buena parte de quienes sostienen sus postulados: desligaba los frutos del pensamiento de su base material, creyendo, como ellos afirman, que las cosas del reino de las ideas ocurren o pueden ocurrir con independencia de lo real. Esa idea me impedía entender las razones del vuelo posmoderno. En efecto, ¿cómo es que los estudiosos de lo histórico, lo político, lo social, hemos dejado de ser eso, estudiosos, para convertirnos en los creadores de la verdad?
Empiezo a salir de esa confusión gracias a una reflexión de Felipe Curcó, ¿Es relevante la verdad para la teoría política?
, donde afirma que el liberalismo político relega el pluralismo a la esfera de lo privado para asegurar el consenso en la esfera de lo público. Por tanto, todas las cuestiones controvertidas (y toda discusión en torno a la verdad) son eliminadas de la agenda política. En consecuencia, la política se transforma en un terreno en el que la mayoría de los individuos aceptan someterse a acuerdos que consideran o que se les imponen como neutrales
.
De ese modo, encontramos que la supresión de la verdad en teoría política –y en la ciencia histórica– responde a intereses políticos y económicos determinados. Si me siguen, los mostraremos en la próxima entrega. Entonces, no es de extrañar, que la ciencia histórica en México sea cada vez más pequeña, endogámica y encerrada en sí misma (Luis Fernando Granados sobre Alfredo Ávila)