acía tiempo que no visitábamos el Museo del Carmen en San Ángel. Tras una época gloriosa en que lo dirigió Virginia Aspe, le siguió un oscuro periodo en que no sólo se perdió la labor que había realizado, sino que se desmantelaron espacios de enorme interés y belleza. Hace unos días regresamos y descubrimos con agrado que nuevamente ha recuperado su esplendor, aunque no se repusieron las estupendas salas que se crearon en el tiempo de Aspe.
Es interesante conocer que este convento bautizó la zona que tenía el nombre de Tenatitla. Recordemos un poco de su historia: la orden de los carmelitas descalzos llegó a la Nueva España en 1585. Se estableció en la ciudad de México desde donde se esparció por todo el territorio americano. El acelerado desarrollo de fundaciones, creó la necesidad de establecer un colegio para preparar frailes. Tras múltiples vicisitudes, en 1601 se logró crear el Colegio de San Ángel, con un primer apoyo económico del cacique indígena de Coyoacán, don Felipe de Guzmán Itzolinque, quien les donó unos terrenos. Ahí se edificó una hermosa construcción con su templo adjunto y vastos huertos, cuyos árboles frutales dieron a los carmelitas fama y dinero.
Como efecto de las Leyes de Reforma, a mediados del siglo XIX las huertas, hortalizas y jardines fueron fraccionados y vendidos, parte del colegio le fue entregado a la Secretaría de Educación Pública, que lo dedicó a museo. Años más tarde, el INAH ocupó una fracción con oficinas y otra se volvió casa particular. Hace alrededor de un lustro todas las edificaciones se recuperaron y ahora ya se puede recorrer todas las antiguas instalaciones conventuales, lo que permite revivir lo que eran en sus momentos de gloria.
Una huella de esa añeja grandeza es la capilla doméstica, que increíblemente quedó intacta, no obstante los usos en ocasiones viles que tuvo el inmueble a partir de que dejó de pertenecer a la orden carmelita. En una reciente restauración se recuperó en la capilla la primorosa pintura mural, magnífico marco para el notable retablo churriguerezco que adorna el altar.
Asimismo, se recreó una de las celdas de los frailes, que permite apreciar la frugalidad con la que vivían: una cama de toscos tablones, por almohada un pedazo de tronco, una mesa, una silla y un pequeño arcón de madera; sobre la cabecera, dibujada en el muro, una imagen de la virgen. Marcado contraste con el lujo de las pinturas, azulejos, mobiliario y demás primores que ornamentaban las instalaciones.
Uno de los espacios más bellos es el área que precede a las criptas. Conserva cuatro lavabos de azulejo con sus jaboneras, que son una autentica belleza. De ahí se bajan unos escalones y se llega al osario y a las criptas, que se encuentran debajo de la nave de la iglesia. En este sitio se enterraban a los frailes principales y a los donantes más generosos, muchos de los cuales al paso de los siglos habrían de convertirse en las famosas momias que son tan visitadas.
Este espacio lo descubrieron las tropas zapatistas que ocuparon el convento en 1916. Al advertir que había un espacio subterráneo cerrado, lo abrieron esperando encontrar un tesoro. De hecho así fue, (aunque no estoy segura de que ellos lo hayan visto de esa manera), ya que en los pisos, paredes y altar sobreviven primorosos azulejos y un lindo retablo barroco.
En el patio posterior se puede apreciar lo que queda del acueducto, hermosa construcción de piedra, que tiene la particularidad de tener tres conductos, uno de los cuales surtía de agua al colegio, permitiéndole el exclusivo lujo de tener agua corriente.
El museo muestra soberbios artesonados, muebles de época, esculturas y cuadros espléndidos de la época virreinal; entre otros, ocho Villalpandos.
Tras la placentera visita el grupo se dividió en dos para ir a comer: unos se fueron a la fonda de la esquina a saborear antojitos y otros decidieron gastar la quincena con un exquisito festín en La Taberna del León, que se encuentra en la cercana Plaza Loreto.