o entiendo bien la necesidad de vestir con trajes actuales a los personajes shakespereanos. Si la idea es aproximarlos al espectador común, sus historias se pueden contar con cualquier vestuario. Si la idea es bajar el tono trágico, éste se da por los propios parlamentos y resulta un poco patético ver a los actores debatirse entre la cotidianeidad del montaje y la tragedia que se representa. Resulta un desfiguro ver al César en traje de calle, conociendo de antemano su destino (esa es la crueldad de las obras históricas, que dejan poco a la imaginación), e imaginarlo como el tirano que puede llegar a ser y por lo que es matado, aunque los tiranos se den en cualquier época y con cualquier ropa, pero los usos romanos tuvieron sus propios códigos que se avienen poco con los intentos de modernización. Si Shakespeare los respetó, poco se comprende que no lo haga Claudia Ríos en este su segundo intento de dirigir una tragedia del bardo –la otra sería Otelo– ésta en traducción y adaptación de Alfredo Michel Modeness. La escenificación de La tragedia de Julio César cobra mayor aliento cuando los actores, sobre sus trajes, ostentan las togas romanas, y no es cuestión de trapos, sino de la visualización de época y estilo, cosa que no es menor tratrándose de teatro y en lo personal confieso que me sentí más cercana al montaje en cuanto aparecieron las togas.
El elenco es muy grande, así algunos actores tengan dos o más personajes según vayan apareciendo y por lo tanto es difícil que sea homogéneo y que todos los actantes encuentren el tono trágico a que los impelen el lenguaje y la situación. Volveré a esto más adelante. El interés de la directora parece centrarse más en el trazo, que logra en su mayor parte con gran limpieza y efectividad. Excepto la canción contemporánea en inglés que deja salir el sonido mientras los actores bailan, rompimiento que ya se está volviendo poco original por usado en varios montajes y porque no tiene razón de ser. Por otra parte, intencionalidades y diferentes tonos y ritmos son muy bien perfilados por Claudia Ríos, con lo que la escenificación cobra intensidad.
La escenografía de Matías Gorlero, también iluminador, está basada en la cúpula del Parlamento en la primera parte que es la más extensa; la segunda mostrará un interior con un sillón orejero. Bajo esa cúpula veremos fraguarse la traición de Bruto y sus adherentes y el crimen mismo con toda su brutalidad. Un buen momento de dirección hace que el cuerpo muerto quede al fondo, mientras los conjurados se desplazan hacia el frente, metáfora de una vida arrancada, con un cuerpo cubierto de sangre y hecho un guiñapo y en contraste la vida que continúa en las personas de los asesinos, mientras el vidente se ha esforzado por prevenir el crimen. Si éste es el núcleo del texto y lo demás son las conocidas historias posteriores de los conjurados, la directora ha sabido sintetizarlo escénicamente sin descuidar las acciones que se suceden.
Eugenio Cobo no encuentra el tono trágico y grita como Julio César, mientras Hernán Mendoza en el rol de Marco Bruto y Mauricio García Lozano en el de Marco Antonio se acercan más a lo trágico sin grandes aspavientos. El resto del reparto –que incluye a Arturo Reyes como Casca y el Zapatero y a Juan de la Loza como Cayo Ligario y el Clarividente, así como a Alejandro Velis como Cina a Humberto Solórzano como Cayo Casio, a Itati Cantoral como Porcia y a Aurora Gil como Calpurnia– cumple bien con sus tres papeles: Edgar Parra, Miguel Ángel López, Alberto Eliseo, Luis Arturo García, Santiago Luna, Santiago Ulloa y Manuel Cruz Vivas. El diseño sonoro y la musicalización corresponden a Alejandro Castaños y el vestuario es de Mario Marín del Río en esta producción de Bh5 Group y La Rama del Teatro.
No quiero cerrar la nota sin preguntar a quien corresponda
(Como en ciertas misivas oficiales, pero muy lejana a ellas) la razón de que no se escenifiquen las comedias de Shakespeare, por ejemplo Como gustéis o Las alegres comadres de Windsor que atraerían con mayor fuerza a ese público estudiantil al que los profesores hacen asistir a presenciar al clásico o simplemente porque constituyen un gran deleite.