osé María Pérez Gay fue un hombre de pasiones. Agrandadas por anteojos, sus pasiones ardían dentro de sus ojos fijos. Pérez Gay escuchaba con los ojos. ¿Cuáles eran sus pasiones? Ya se ha hablado de la filosofía y de los autores alemanes que enseñó y tradujo al español, de su gran amigo Héctor Aguilar Camín, de Carlos Monsiváis con quien dialogaba todas las madrugadas, de su hermano Rafael, de La Jornada a la que iba un día sí y otro también. Lilia, su mujer, acendraba sus pasiones, pero me atrevo a pensar que su pasión más grande fue Andrés Manuel López Obrador porque sus últimos años de giras y pesares, de esperanzas y derrotas lo hicieron un mejor hombre.
En sus últimos años, Pérez Gay entró a otra realidad a la que ya era sensible. Lo digo porque nunca he visto a nadie más afectado por la explosión de gas en San Juanico, que Chema Pérez Gay de la que se enteró en París. Devoraba las noticias de México, su indignación era la de un padre a quien lastiman a través del daño que le hacen a sus hijos, volvía y volvía al lugar de la tragedia, se repetía de nuevo que cómo pudo suceder. La violencia le resultaba intolerable. Para él ningún ser humano debía morir quemado: era indignante. Nadie podía ser vejado o humillado y su indignación salió a la vista después en sus obras que hablan de las grandes injusticias y las tragedias de la comunidad humana y sobre las que él escribió como la de la destrucción de Camboya.
Con su salud mermada, Pérez Gay ensanchó su gran biblioteca y la abrió a otra tarea además de sus compromisos de maestro y conferencista. Agarró camino entre barricadas y huelgas, bloqueos y plantones, marchas y calles cerradas. Subir al templete ya le costaba trabajo. Si López Obrador se levantaba a las cinco de la mañana para acudir a sus conferencias de prensa en el Zócalo, Chema madrugaba y acudía al mismo tiempo que el entonces jefe de Gobierno. Oyó peticiones durante horas, tragó el polvo de los municipios más pequeños y abandonados, comió donde se puede si es que se podía. Siguió a López Obrador a Oaxaca, se mantuvo de pie bajo el sol durante horas, se tatemó, todos los discursos posibles retumbaron en sus oídos. Entró en contacto con gente que vive realidades completamente distintas a las nuestras y conoció muchos de los males de nuestro país. Su casa en la avenida Centenario se volvió punto de encuentro de empresarios y de personajes de visita en México y sus consejos se hicieron cada vez más indispensables. Su casa ya no era propiamente la de un maestro, un conferencista, un escritor con una buena biblioteca, sino la de un hombre sensible a la sed y al hambre, el que pierde su sombrero, su cobija, sus zapatos y ya no vuelve a comer como antes. Supo entonces que hay que perderse para rencontrarse.
De haber ganado López Obrador, Chema habría sido secretario de Relaciones Exteriores.
Lilia Rossbach se ha quedado atrás y Lilia es parte de Chema, la más entrañable, la más amorosa, la que abraza a los hijos Mariana y Pablo, la que abre la puerta y dice: Pasen, pasen, vayan pasando
, la de la campana de oro, la de los besos que mucha falta hacen. Lilia es el punto de convergencia de los que sin ella, quizá no se dieran la mano. Abre el camino que Chema quiso abrir y da la bienvenida con los brazos extendidos al futuro que vamos a vivir entre todos, porque, como lo dijo Alfonso Reyes, todo lo sabemos entre todos
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