os bríos de la nueva administración no menguan en perseguir un modelo caduco a pesar de ya sufrir varios encontronazos con la realidad. Ni bien se apoltronaban los nuevos funcionarios en sus cómodas oficinas, cuando algunas de las muchas rebeldías que plagan el país se les cruzaron de frente. Todavía sonaban en el aire los aplausos, parabienes y augurios de eficiencias instantáneas, cuando irrumpieron, con disonancias ríspidas, férreas oposiciones provenientes desde la mera base de la sociedad. Los soberbios arrestos autoritarios de un inicio se han ido apagando para bien de la tranquilidad de muchos. Pero la persistencia en la sinrazón de los dictados del acuerdo de Washington la traen estampada en la conciencia y los intereses. La cotidiana y verbosa narrativa oficial no cesa su desgrane en cuanta tribuna tiene a su alcance y que son muchas, muchísimas. Pero la duda sobre las presumidas capacidades de conducción, y el trasteo concomitante, surge y se esparce por todos lados.
El discurso del oficialismo va mostrando, ya sin tapujos que lo oculte, lo errado o incompleto del diagnóstico de sustento. Y, por añadidura derivada, la propuesta lanzada resulta esquemática y corta en alcances. La afirmación de propósitos se confunde, de nueva cuenta, con la realidad. Rescatar el timón de la educación para el Estado se enrosca y sólo permite dibujar un pleito burocrático con lo que, se pensó, era un tigre sindical. Apaciguar a la corrupta cúpula del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación para nada equivale al apoyo del magisterio, y mucho menos aún puede reformar el sistema educativo. Nada se diga de infundir el aliento necesario para que la educación sirva como igualador de oportunidades. La preparación de una reforma hacendaria venidera se agota en una serie de datos que describen la caída en productividad. Y, a partir de tal hallazgo, la idea envolvente del discurso se constriñe a la democratización de esa productividad futura. Un lugar, incierto, harto discutible y poco demostrativo de una Presidencia que se piensa o, al menos, se predica como transformadora.
El problema nacional no es de productividad, no al menos como causal solitaria del raquítico crecimiento y nulo desarrollo. La caída en productividad es una resultante de la baja inversión, pública y privada, que ya cuenta los decenios. Es una resultante de la inexistente creación de ciencia aplicada (tecnología) de la escasa capacitación laboral, de la poca mejoría en la capacidad de gestión y organizativa de las empresas. Pero, más al inicio aún, la productividad se incuba y florece cuando hay un reparto equitativo de la riqueza generada, por mínima que esta sea. La fuga de las utilidades acumuladas hacia la especulación, libre de impuestos además, ha sido monstruosa. Casi 8 billones de pesos, 48 por ciento del PIB, en manos de unos 250 mil cuentahabientes.
Los sucesivos enredos que han proseguido, en cuanto a los preparativos para legislar en materia política y procesos electorales en preciso, no hacen sino complicar el panorama actual. Los aires reformistas se apelmazan, mientras la economía languidece de manera acelerada. Los planteamientos diplomáticos, por ejemplo, ocurren sin concierto y sin la debida discusión interna. Se quiere retomar el ánimo latinoamericanista y, a continuación, se apoya una alianza con naciones de claro corte conservador, como Colombia, Perú y Chile, que sufren serios desgarres a su interior. Naciones que han ido aislándose del concierto progresista sudamericano. Países que tienden a subordinarse con los intereses hegemónicos estadunidenses y que parecen dirigidos a dividir y no a balancear, menos a reforzar independencias. La adhesión a la estrategia de Estados Unidos para aislar a China no trabaja en bien del interés nacional, como bien lo han mostrado varios analistas especializados (Eduardo Navarrete). En fin, este semestre bajo el nuevo PRI ha resultado harto deficiente, por decir lo menos.
Pero lo que sí preocupa emana de los datos que ha publicado el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social acerca del deterioro acelerado de los ingresos de los mexicanos. Perder 8 por ciento de poder adquisitivo en escasos tres meses de 2013 no hace sino confirmar el devastador efecto de las políticas públicas sometidas al modelo vigente. Y eso que las consecuencias de la pasada reforma laboral todavía no impactan de lleno la anunciada precarización de los trabajadores. Productividad entonces pasa a significar la continuidad del sacrificio de enteras generaciones de mexicanos, pobreza extrema, aumento en la cabalgante informalidad, delincuencia o el exilio forzado. Hacia allá se dirige el conservador y sometido priísmo de nuevo cuño.