lovía al salir del Panteón Francés el domingo por la noche. El agua con son de muerte despedía al amigo escritor. El bordoneo de la lluvia lloraba por José María Pérez Gay. El aire tendía sobre la llovizna que caía una despedida al compañero de La Jornada. Un son de muerte envolvía el velorio de Chema. Resumido en una porra al abuelo
de intuitiva ingenuidad perseverante.
Chema luchó en soledad con Lilia, su esposa, la terrible enfermedad que terminó sus días. El crepúsculo del panteón coloreado de llovizna tenía en su postrer adiós, un hondo perfume dramático que nos inducía recuerdos a los cabales a Chema reunidos en torno a su ataúd. Después, la tristeza que confrontaba con la propia muerte, la de un amigo.
La muerte-vida de la que tantas veces platiqué con él. No la vida y la muerte… sino la del dolor que nos acompaña al mediar la vida para no abandonarnos, hasta apagarse la última nota sonora de voz. Tan cargada estaba la sala del velatorio que se volvía interrogación final e incontestada, esculpida con los músculos que lucharon por vivir.
Al esperar mi coche, un rayo enano hería las esculturas. Abandoné el panteón presa de escalofriante melancolía y la revivencia de emociones perdidas; lo mismo que esas conversaciones que eran clases sobre Goethe, Kafka, Mann, Celan y Pessoa, Freud, Proust, Benjamin, Ricouer y Derrida, que nos llevaban a la infancia. Agregados a sus traducciones y su lúcida obra. Memoria con el canto mágico del misterio.
Sí, como alguna vez escribí, a Chema le salían las palabras como torrentes en busca de cauce y de río. Vida interior plegada de imágenes en la conquista del espacio síquico, diabolismo y hechicería freudiana proustiana.
Línea divisoria, lenguaje mágico en que el afuera constituía el interior, introductor de lo imposible. La muerte como cada vez única, como fin de mundo. La lluvia se llevaba las huellas de una amistad y dejaba nuevas huellas y nuevas aperturas.