os Gigantes ya ocupan el campo y se disponen a apalear a los Nacionales de Washington D. C., con la ventaja de jugar en su propio, espectacular estadio, adornado por barcos y grúas en el puerto y al fondo la bahía de San Francisco. Cae la tarde, airosa y fresca. La luna en tres cuartos se incorpora al paisaje. La batahola propia de un coliseo moderno lleno al 100.1 por ciento (es el dato oficial) de improviso abre una pausa y da paso a los primeros acordes de Enciende mi fuego, la canción con que irrumpió en la costa de California aquel singular fenómeno que fueron Las Puertas (como decía la radio mexicana de la época) desde la primera semana de 1967, dejando atónito al personal de entonces. ¿Qué era eso? ¿Quiénes eran ese pianito eléctrico, y ese Elvis recargado, insolente barítono que cantaba versos como espadas?
Apenas inicia el eficaz pitcheo de Ryan Vogelsong (vaya nombre lírico), quien hará desfilar a los Nacionales como corderitos antes de fracturarse la mano feamente en la quinta entrada, y El blues de la serpiente hace que la gente aplauda a Ray Manzarek sin que el sonido lo nombre nunca. No hace falta. Todos saben que murió esta mañana. Enseguida suenan estadísticas del cotejo y anuncios diversos. La sólida línea de bateo de los Gigantes va imponiendo suficientes sencillos, algún doble y amplio control del jardín central (el lugar más solitario). Activos los toletes de Belt y Sandoval. La gente celebra al consentido Buster Posey, uno de los cáchers más populares de la historia.
La basura acústica inunda la atmósfera. La empresa local Pixar anda regalando devedés a los asientos premiados en el Parque AT&T. Y de nuevo Las Puertas. El limpio órgano Hammond, los pianos eléctricos, el bajo continuo de Manzarek aportaron la densidad melódica y el dramatismo de The Doors, sin lo cual la grandeza poética de Jim Morrison sería distinta. Eso no era Traffic. Manzarek no tuvo recato para llevar al rock a Chopin, Kurt Weil y Albinoni cuando esos caminos todavía no se cruzaban. El bluserismo de la banda hacía olvidar que él era ante todo un jazzista con agudeza intelectual, disciplina clásica y capacidad de improvisación nada improvisada.
¿Y qué decir de esta cultura de masas que digiere cualquier excepcionalidad y en medio de un partido expresa su amor por Manzarek, y le dedica la función? En su tiempo la policía hostigaba a The Doors, los quería presos. (Pero tampoco olvidemos que esta es una ciudad que ha hecho de Jerry García su santo patrono.)
Las botargas de Monster Inc asustan bebés en las gradas para las cámaras del estadio. Los Gigantes caminan. Se anuncia un intermedio de besos
. En la pantalla, un ágil paneo de parejas besuconas culmina en un chico abrazando a su chica que saca del abrigo el estuche de un anillo de compromiso, lo muestra a la cámara y se lo entrega a la chica, quien no se ha percatado de que es observada por 41 mil 936 personas (sin contar la audiencia televisiva). Se congela, ella. El novio es alto, ella chaparrita, linda. Dilata en voltear a la cámara, la nariz colorada y los ojos húmedos. No queda claro si está contenta. La multitud se pone de pie y ovaciona a los novios. La chica, como que ya más hecha a la idea, muestra el comprometedor diamante en su anular. Soy un espía en la casa del amor, decía la profecía voyeurista de The Doors. Pero el sonidero prefiere a Frank Sinatra con Extraños en la noche.
En el montículo, unos desesperados Nacionales realizan una conferencia a la que sólo sus jardineros no acuden. No han logrado detener la ofensiva de unos Gigantes que no dejan de toletearlos. Además, los lanzadores locales los han hecho abanicar toda la noche. Las gaviotas se aglomeran contra el cielo azul plomizo de la bahía, atraídas por las luces y la posibilidad de robarles su salchicha a los distraídos. Con calma y un único cuadrangular de Brandon Belt en la octava, los Gigantes blanquean 8-0 a los Nacionales.
Robbie Krieger y Manzarek se arrancan con El blues de la cabaña, Morrison ruge, y uno se pone a pensar en la ocasión mítica –hasta Wikipedia toma la anécdota, y la fecha en 1964– en la playa de Venice, cuando Jim cantó a Ray El barco de cristal y Moonlight Drive y éste pensó, con razón, que nunca había oído algo parecido. Quiero trabajar con este, pensó. Al poco tiempo tenían un cuarteto, y a finales de 1966 suficientes canciones para que, en un lapso de meses, casi al hilo, lanzaran tres discos hoy fundamentales para la cultura global. La provocación sexual y poética de The Doors no tenía precedente. Queremos el mundo y lo queremos ahora
.
Cerca de medio siglo después de aquel incendio, la base social de los Gigantes dedica una noche de apacible victoria al hombre del pianito y los lentes sin aro, quien vislumbrara algo que tenía que ver con la libertad creativa y que cabalgó sin miedo los escasos cinco años que les duró el gusto a Las Puertas. A nosotros todavía no se nos acaba.