Sucesión en la UNAM
Miguel Alemán, Antonio Martínez, Ignacio Chávez
orría el año del Señor de 1961, Nabor Carrillo terminaba su segundo periodo como rector de la UNAM. Para la sucesión había dos muy fuertes candidatos y un gracejo: el primero, Efrén C. del Pozo, distinguidísimo fisiólogo egresado de Harvard y, a la sazón, secretario general de la institución. Su carácter enérgico y tajante de funcionario contrastaba con su amabilidad y don de gente en la vida extramuros. El otro, un cardiólogo de méritos indiscutibles, aunque en el ámbito estudiantil, circulaba la leyenda de su violenta salida de la rectoría en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. El chiste lo constituía la pretensión de los alemanistas de apropiarse de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) imponiendo un rector: ¡Vaya que la soberbia genera estupidez extrema! Apenas unos meses antes, en agosto de 1960, los universitarios habíamos demostrado nuestro repudio a lo que el alemanismo había significado para nuestro país: encabezados por alumnos de Economía, intentamos por vez primera la voladura de la estatua que el Presidente se había mandado erigir. Fue también el primer fracaso (piensen que la estatua medía siete metros y medio y pesaba 58 toneladas). La represión a los movimientos estudiantiles y obreros, y la detención del maestro Siqueiros, atizaban fuertemente el ánimo protestatario: a mediados de marzo se llevó a cabo un segundo intento. Se ocasionó al monumento un enorme hoyo, pero se salvó la cabeza. Del destino de la placa: A Miguel Alemán. Los universitarios de México
, vale la pena hablar en otra ocasión. Durante varios años el mutilado monumento permaneció semi oculto. Fue hasta junio de 1966 cuando la acción punitiva fue definitiva. ¿Algún estudiante actual recuerda esa estatua? Nos deben una.
Pues pese a lo anterior, la candidatura de Agustín García López, ex secretario de Comunicaciones y Obras Públicas de Alemán, fue formalizada, y, ¡quién lo creyera!, le fue peor que a la estatua: en la elección ganada por Ignacio Chávez obtuvo sólo el voto de quien, por amistosa solidaridad, lo propuso.
La Junta de Gobierno de la UNAM está integrada por 15 notables. Todos universitarios distinguidísimos en las diferentes ramas del saber. A ese órgano colegiado corresponde el nombramiento del rector y de los directores de escuelas, facultades e institutos. La primera Junta de Gobierno data de 1945, y en ella participaron mexicanos de la talla de Alfonso Reyes, Silva Herzog, Mario de la Cueva, Gómez Morín y dos más cuya cercanía habría de repercutir en la elección de rector en 1961: Antonio Martínez Báez e Ignacio Chávez. A su vez, la Junta de Gobierno es nombrada por el Consejo Universitario, órgano colegiado constituido por maestros, alumnos y trabajadores. A estos últimos dos sectores nos resultaba inaceptable la desproporcionalidad en la integración del consejo. Parodiando al señor Churchil, reclamábamos que tantos fuéramos representados por tan pocos
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Durante los días en que la Junta de Gobierno realizaba entrevistas con los más diversos sectores universitarios para conocer sus opiniones sobre los candidatos a rector, el secretario de la misma, Antonio Martínez Báez, me pidió que lo visitara en su despacho, en el Centro Histórico. Era éste el set ideal para cualquier película decimonónica: muebles de piel luida, finas maderas, muchos libros y fotos (daguerrotipos, me atrevería decir) llenaban los muros. Tuvo la delicadeza de no ubicarse tras su escritorio. Se sentó frente a mí y fue al grano. “Compañero, usted sabe que por mandato de la Ley Orgánica es nuestra obligación ‘auscultar’ a la comunidad universitaria sobre las candidaturas a la rectoría. Tengo aquí un legajo con firmas en apoyo al licenciado García López, entre las cuales está la suya. Dada su reconocida participación en los movimientos de izquierda, este apoyo me resultó sorpresivo. ¿Me haría el favor de corroborar si ésta es su firma y ratificar su apoyo?” No necesito ver la firma. Sí es. El apoyo, ¡claro que no!
–Por favor explíquese – dijo verdaderamente confundido. “Mire, maestro –comencé–, en la Facultad de Derecho hay un grupúsculo de cachorritos alemanistas haciendo méritos para un empleo en el Consejo Nacional de Turismo. Se les ocurrió la genial idea de formular un pliego petitorio con demandas inobjetables para cualquier estudiante, lo cual les aseguraba un titipuchal de firmas. Luego, con ingenio sorprendente, cambiaron la carátula del documento y la transformaron en un apoyo irrestricto a García López. La maniobra era tan obvia que un amplio grupo de compañeros decidimos aprovecharnos de su proclividad a las trapacerías y ante su ingenuo alborozo les dimos una amplia nómina de firmas. Luego, con esa fecha hicimos una carta en la que relatábamos los objetivos para los que nuestro apoyo se había solicitado. En sobre cerrado la entregamos al maestro y notario público Sánchez Cordero, y le rogamos conservarla por unos días.” Jamás comprendieron Romero Cándano y sus tres adeptos en la que estaban metiendo a su candidato, pues ahora con la intervención de la Junta de Gobierno, que había recibido los documentos apócrifos, procederíamos a consignar ante el Tribunal Universitario al candidato de la derecha. Al despedirme me pareció descubrir en el hierático rostro del maestro un dejo de tranquilidad, puede aun, de satisfacción. Esto me animó a la pregunta: ¿Y usted por qué no respalda a García López, habiendo sido ambos del grupo cercano a Miguel Alemán?
“Sépase –me dijo– que en ese gabinete no todos pensábamos igual. Algunos entendíamos el alemanismo como la gran oportunidad de modernizar el país, de acceder a la etapa de la industrialización y el pleno desarrollo. Éramos, recuerde, la primera generación de universitarios en el poder.” Había también los que dedicaron sus empeños al negocio, al lucro y la acumulación de riquezas. Ese no era el espíritu del verdadero alemanismo. Muchos años después, en el último informe de Cuauhtémoc Cárdenas como gobernador, saludé, en compañía de Moisés Rivera y Juan Saldaña, al doctor Martínez Báez. Al principio no me reconoció, pero cuando le recordé lo que acabo de narrar meditó un rato y me contestó: Estaba exaltado, pero dije lo que siempre pensé. Además, la UNAM requería un rector como Ignacio Chávez
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Cuando los simpatizantes chavistas comprobaron que contaban con los votos necesarios, de golpe dieron por terminadas las tareas de auscultación a la comunidad y llevaron a cabo una intempestiva elección que sorprendió al propio rector Carrillo Flores. Al día siguiente, surgidos de los más diversos rumbos ideológico-políticos, surgieron infinidad de grupos estudiantiles que lanzaban las proclamas más diversas, contradictorias y algunas francamente estúpidas. La torre de Babel era el espacio del entendimiento y capital del esperanto, en comparación con la torre de la rectoría: aunque había una comisión que pretendía ser coordinadora de los grupos actuantes, resultaba imposible definir y priorizar demandas y, más aún, evitar desmanes, hurtos y actos de vandalismo. El único punto que mantenía la precaria unidad de la protesta era la férrea oposición a la entrada de la fuerza pública a los terrenos universitarios.
En este renglón de la columneta iba, hoy domingo 26, cuando recibí la información telefónica sobre el fallecimiento de Chema Pérez Gay. Solicito a cualquier audaz que se haya atrevido a su lectura me disculpe por romper abruptamente el relato de aquellos días (que terminaré el próximo lunes) para expresar mi solidaridad y compartir el duelo con la entrañable Rossbach, sus hijos Mariana, Pablo y su hermano Rafael. Seguramente a partir de mañana muchas páginas, suscritas por lo más distinguido de las letras nacionales, el arte y la cultura en general estarán dedicadas al recuerdo y la exaltación merecidísimos de Pérez. Yo también quiero hablar de él, pero de un Pérez desconocido, inédito: el culpable de que Ana no completara su tarea, con tal de que lo acompañara a ver la Guerra de las Galaxias, el que hacía a Mariana repetirle cómo Monsi había aceptado ser entrevistado por ella para una tarea escolar y luego que lo acompañara a una multitudinaria manifestación, el que se ruborizaba cuando Guadalupe le pasaba la mano por sus canas y le juraba que era todo un galán otoñal. Por ahora sólo digo que su muerte me demostró que estaba equivocado cuando sostenía que era imposible morir en la tercera edad, rodeado de afectos y sin haber cultivado jamás un enemigo.
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