l hecho de que unos días antes del segundo bicentenario del nacimiento de Richard Wagner, conmemorado este miércoles 22 de mayo, se hayan cancelado en Düsseldorf las funciones de su ópera Tannhäuser ambientada por Burkhard Kosminski en un campo de concentración nazi, sólo viene a confirmar que se trata del más polémico y controvertido entre los grandes compositores.
Me pregunto si algún otro compositor en la historia ha sido objeto de tanta tinta dedicada por igual a alabarlo abyectamente como a denostarlo sin piedad. Entre las miles de descripciones que se han hecho de la figura de Wagner, rescato ésta de Lionel Salter por concisa y precisa:
Para consternación de los moralistas en el campo de la estética, Wagner fue a la vez un individuo de monstruoso egoísmo, falta de escrúpulos, concupiscencia, ingratitud y deshonestidad y al mismo tiempo una de las grandes figuras en la historia de la ópera, un compositor cuya influencia sobre otros fue avasallante y quien habría de cambiar el curso de la música.
Nótese que Salter se refiere a Wagner, correctamente, como un notable creador de óperas, enfatizando con ello el hecho bien sabido de que las contribuciones de Wagner en otros ámbitos de la composición son prácticamente prescindibles. Y, ¡oh contradicción!, me parece que es precisamente a esos otros ámbitos de su catálogo que debería dedicarse buena parte de la bicentenaria conmemoración wagneriana.
Este 2013 ha estado (y estará) lleno de las usuales repeticiones de sus oberturas y preludios y cabalgatas y músicas fúnebres, pero no tengo noticia de que alguien haya manifestado su intención de interpretar su Sinfonía en do mayor, sus oberturas de concierto y de música para la escena, sus canciones (más allá de las Wesendonk-Lieder), sus obras corales, sus piezas para piano o, vana esperanza, algo de la música de sus primeras cuatro óperas. De algunas de ellas, que he escuchado recientemente, me consta que no son música de gran calidad, pero su audición sería de mucha utilidad para conformar un perfil más completo de Wagner.
En este sentido, bien harían los wagnerópatas irredentos que ponen los ojitos en blanco ante la sola mención del nombre de El Maestro o ante la audición de una sola nota de su música, en reconocer que en su catálogo conviven numerosos momentos musicales inolvidables, trascendentes y de un gran poder expresivo con otros que son, por decirlo delicadamente, menos valiosos.
Por ejemplo (y aquí cabalgo cual desaforada valkiria hacia el terreno de la subjetividad total) creo que su Marcha nupcial es abominable, que el Idilio de Sigfrido es papilla sonora intrascendente, que la música de los Murmullos del bosque raya en la cursilería y que su pieza coral Descendons, descendons (escrita para un atroz vodevil francés) es peor que común y más que corriente.
Por otra parte, si bien es claro que ni Wagner es culpable de Hitler, ni Hitler es culpable de Wagner, no hay manera de justificar los libelos supremacistas, racistas y antisemitas del compositor oriundo de Leipzig. En realidad, no hace falta leer los infumables ensayos de Wagner para entender cabalmente su peculiar ideario social: el hecho de que el incesto (léase endogamia) sea propuesto en El anillo del nibelungo como la mejor opción de futuro, es una muestra clara de su concepto de pureza racial.
Entre lo rescatable de Richard Wagner, que no es poco, me quedo con las temerarias divagaciones armónicas que propuso en Tristán e Isolda, con las que entreabrió una rendija en el umbral que más tarde abrirían de un sonoro portazo Schoenberg y sus cómplices, cambiando para siempre no sólo la concepción y realización de la música por parte de los compositores, sino también su audición y apreciación por parte de los oyentes.
Finalmente, para calibrar el posible alcance de los escritos de Wagner, van estas palabras suyas, citadas por Camille Saint-Saëns en su libro Portraits et souvenirs:
Cuando releo mis obras teóricas, ya no las entiendo.
¿Habrá pensado Wagner alguna vez lo mismo sobre sus óperas?