Todo cenizas
s mediodía. No hay viento que limpie el aire del olor a quemado. El sol cae a plomo. Su luz despiadada revela los detalles del desastre, levanta el minucioso inventario de las pérdidas, arranca reflejos de acerina a los maderos apilados que hasta hace poco eran techos, paredes, pisos; marcaban las fronteras entre las casas y protegían la intimidad de quienes sobrevivieron a la explosión que estremeció un día 7 que apenas comenzaba a despuntar y nadie en Xalostoc olvidará.
La misma luz ilumina las casas que aún están en pie y las que se encuentran a punto de caer, reposa en los muebles inservibles abandonados a media calle, delinea la chatarra en que se convirtieron el coche que Daniel compró a plazos y aún no ha terminado de pagar, el camioncito de los Hernández, la bicicleta de segunda mano, el triciclo junto al que un niño llora indiferente a las frases de consuelo que le dice su madre.
Incontenible, la luz desciende por la enredadera que al contacto del fuego se volvió cobriza y rígida, se clava en las astas de un maguey a medias calcinado, se pierde en el follaje de un pirú que daba sombra lo mismo al vendedor que al caminante, se cuelga del tendedero.
La claridad llega al corral, inunda el cuarto abandonado en donde el desorden de ropas y zapatos refleja el pánico y la fuga de quienes conservaron la vida para contar la mala hora. Oí el tronido y no entendí qué era.
Todo se puso rojo, como brasa.
Agarré a mi niño, me eché una toalla encima y me salí como pude.
Del susto no podía ni rezar.
A jalones desperté a mi esposo. El pobre acababa de acostarse porque es velador.
Pensé en mi madre, que vive aquí a la vuelta, y le pedí a Dios que no le hubiera sucedido nada.
La tierra se sacudió. Creí que era un temblor.
Mi vecina está enferma y corrí a sacarla de su casa.
Mi estufa fue a dar hasta la calle.
II
Ya pasó el mediodía. En las casas no se oye música ni rumor de trajín. En la calle los hombres forman grupos silenciosos y las conversaciones de las mujeres no se elevan más allá del rumor. Los niños, contentos de no haber asistido a la escuela, juegan entre los escombros bajo advertencia de no alejarse y mucho menos atravesar la avenida. Es muy peligrosa. Por ella circula incesante una procesión de tráileres y camiones que transportan gas, refrescos, agua, pan, frituras, golosinas.
El estruendo de los motores y los claxonazos alborota a los perros. Son de todos y de nadie. Corren, se persiguen, hostigan a los gatos, ladran o se revuelcan sobre el montón de ropa húmeda que, tendida sobre la tierra, está a disposición de los damnificados que lo perdieron todo pero se consuelan recordándose unos a otros que lo material va y viene, como quiera se repone; malo hubiera sido perder la vida. La conservaron de milagro a pesar de la explosión y el fuego que pretendieron sofocar a cubetadas mientras aparecían los bomberos.
Gracias a Dios llegaron rápido porque si no la cifra de los muertos, 25, habría sido mayor.
Y la de los heridos. Son más de 30, algunos siguen delicados en el hospital.
Hay que ir a visitarlos.
Hay que rezar por ellos.
III
En medio de los rumores y los ladridos se escucha una campanilla. Anuncia la llegada del camión de la basura. Es de tamaño regular, blanco; avanza despacio, bamboleándose por la avenida lodosa y llena de baches. En su parte trasera pueden leerse dos palabras: Orgánica
. Inorgánica.
Es bueno cuidar el ambiente
, afirma el basurero, que se detiene en un charco y recibe de manos de una mujer una bolsa con trapos quemados. Ahí va toda mi ropa. Quedó inservible y además ya estaba muy viejita. ¿Para qué la guardo? Sólo me duele haber perdido mi mantel bueno. Lo sacaba para el día de mi santo, cuando mis hijos vienen a visitarme. El año que entra, si es que para entonces Dios me presta la vida, a ver qué le pongo a la mesa.
El basurero le sonríe y vuelve a agitar la campanilla. Su tintineo suena alegre en comparación al golpe adusto y seco de los marros que se escuchan cerca. Los manipulan seis hombres que, agobiados por el calor, trabajan al mismo ritmo. Su sintonía produce un coro grave que inunda la calle sin música y recuerda la tragedia ocurrida en la casa a punto de ser demolida: allí murieron calcinados una pareja joven y sus dos niños.
De la casa que era de dos pisos sólo restan algunos techos en riesgo de caer, varillas expuestas, vidrios rotos, una escalera que ya no conduce a ninguna parte y la pequeña cocina en donde priva el desorden. Hay trastos de plástico en el suelo, latas con sus etiquetas rojas y sugestivas, frascos de aceite, una grabadora: todo cubierto de polvo. En un rincón, junto a la mesa adosada a la pared y entre piedras, quedó intacta una caja con cinco esferas relucientes y frágiles. Otro milagro.
IV
Seguida por una niña silenciosa, una mujer con sombrero de palma se detiene frente al montón de ropa expuesta a la intemperie. Se hinca con dificultades. Hurga entre las prendas desiguales y húmedas a causa de la lluvia nocturna. Al fin se decide por un suéter azul adornado con una flor de chaquira opaca. Lo levanta, lo sacude y se lo entrega a su hija. La niña lo toma y con su dedo índice sigue la forma de la flor de chaquira que brilla al sol, como los maderos carbonizados que parecen columnas de acerina, como la chatarra, como los vidrios rotos, como las cinco esferas en la caja, como las cuatro flores blancas al fondo de un jardín abandonado.
En compañía de su hija, la mujer del sombrero retoma su camino. Va en busca de trabajo. Lo necesita. A raíz de la explosión del día 7 lo perdió todo, pero le quedan la vida, su hija y la esperanza. Tal vez hoy mismo la ocupen para hacer el aseo en alguna de las casas construidas en el cerro frente a Xalostoc. Árido, saturado, a la distancia parece una inmensa escenografía para una obra de teatro no escrita y en la que todos improvisan su papel de sobrevivientes.