Opinión
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De la movilidad al estancamiento social
D

e acuerdo con el informe del Banco Mundial Movilidad económica y crecimiento de la clase media en América Latina, entre 2000 y 2008 sólo dos de cada 10 habitantes de nuestro país lograron ascender al nivel socioeconómico superior al que se encontraban. El dato coloca a México muy por debajo de la media latinoamericana, según la cual 43 de cada cien personas transitaron a un nivel socioeconómico distinto, prácticamente la totalidad de ellas a uno superior, y apenas por encima de Nicaragua y Guatemala, naciones caracterizadas por sus profundos rezagos sociales e institucionales.

Tal vez el punto de contraste más revelador y preocupante de los datos mencionados sea la realidad que se vivía en nuestro país durante buena parte del siglo pasado, cuando se caracterizó por ser un polo principal de movilidad social en la región y en el mundo. En efecto, luego de las gestas revolucionarias de 1910-1917 –las cuales implicaron un reacomodo violento de la estructura social–, los sucesivos gobiernos establecieron una serie de principios e instituciones que constituyeron, al mismo tiempo, imperativos éticos del Estado ante la población y políticas públicas de redistribución del ingreso y reducción de la pobreza: reforma agraria; derechos al trabajo, al salario digno, a la salud y a la educación laica y gratuita; régimen de economía mixta (con participación privada, estatal y social), seguridad social y visión del sector público como instrumento de desarrollo económico, entre otros.

Particularmente relevante resultó el funcionamiento de los ciclos de educación a cargo del Estado, los cuales llegaron a representar el mecanismo de movilidad social por excelencia, especialmente en regiones en las que ésta resultaba casi inaccesible por otras vías, como los entornos rurales: para muchos jóvenes hijos de campesinos, el acceso a la formación profesional –particularmente en el ámbito magisterial– representaba la vía principal y acaso la única por la cual podían salir de la pobreza.

Tales mecanismos, sin embargo, han sido desmantelados a consecuencia de la continuada aplicación de un modelo económico depredador e impulsor de desigualdades, y fueron sustituidos por instrumentos asistencialistas de inocultable propósito electorero.

La pérdida de movilidad social no es sino un correlato de la marginación, el desempleo, la insalubridad y el déficit educativo derivados de la claudicación del Estado mexicano a varias de sus responsabilidades constitucionales. En el terreno educativo, dicha renuncia se expresa, entre otros elementos, en que las universidades públicas han sido condenadas a la asfixia presupuestaria y al abandono oficial –en la capital del país, por ejemplo, se ha fundado sólo una en las pasadas tres décadas: la Autónoma de la Ciudad de México–, en tanto que las normales rurales que no han sido desmanteladas sobreviven en condiciones de precariedad desesperantes.

A corregir la circunstancia de estancamiento socioeconómico que se refleja en el documento del Banco Mundial debe empezar por el cumplimiento de derechos consagrados en la Constitución, y ello a su vez requiere de un cambio de rumbo en la conducción económica, la cual, desde hace cinco lustros, se orienta a satisfacer los intereses del capital y no las necesidades de la población. A la larga, la exasperación generada ante la falta de perspectivas de mejora para las situaciones de pobreza personal y familiar puede resultar muy peligrosa para la gobernabilidad, la estabilidad política y la paz social.