ue una visita estándar. De trámite. Hubo mucho ruido mediático y mercadotecnia, pero muy pocas nueces. Fue otra puesta en escena de la política como espectáculo. Acorde con los nuevos aires de la relación asimétrica −signada por una dependencia estructural económica, y ahora también militar, de México hacia Estados Unidos−, cambiaron los ejes temáticos del discurso público y la narrativa, pero no el fondo de la cuestión. Publicitariamente, la Iniciativa Mérida, seguridad, inteligencia y el tráfico de armas fueron sustituidos por la colaboración económica
y la integración transfronteriza
, como sinónimo de anexionismo larvado. Con el fantasma a cuestas de la explosión en Petróleos Mexicanos, en cinco meses Enrique Peña cumplió en imponer varias contrarreformas estructurales
diseñadas por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, la Organización para la Cooperación Económica y el Tesoro estadunidense: la laboral, la educativa, en telecomunicaciones y la financiera. Y Barack Obama vino a premiarlo: “México amigou”.
La novedad fue que Obama asumió la nueva épica del gobierno mexicano. Y al nuevo PRI
le vino de maravillas. Así, el México de los 150 mil muertos y los 25 mil desaparecidos de una guerra fratricida encubierta, propiciada por Washington, se transformó por arte de magia en un país próspero, de clase media urbana en expansión y con jóvenes nacidos para triunfar. Un México idealizado con fines de legitimación propagandística. Si México prospera, fue el mensaje a los estadunidenses, los indocumentados se quedan en casa (migración es un asunto doméstico y la recomendación al dócil Peña fue no meterse). De paso, se confirmaron las artes escénicas y el carisma del jefe de la Oficina Oval, y quedó exhibido el provincianismo mexicano. Con virtuosismo retórico, Obama citó a Octavio Paz, Amado Nervo y Benito Juárez y tomó como metáfora del pasado a Sor Juana, Diego Rivera y Frida Kahlo; un exceso, dadas las limitaciones intelectuales de Peña.
No hubo sorpresas. Sólo el leve viraje discursivo cargado de optimismo, con espejitos color rosa mexicano y algunos guiños demagógicos. Los silencios dijeron más que los pronunciamientos públicos. Encubierto por el golpeteo mediático y las tradicionales filtraciones de ablandamiento del eslabón más débil de la relación −consustanciales a toda reunión entre los mandatarios de Estados Unidos y México–, avanza el proceso de configuración del nuevo esquema de seguridad del gobierno de Peña bajo el paraguas del Comando Norte del Pentágono.
Inscrito en la nueva fase de la Iniciativa Mérida, que bajo la premisa de que quien paga manda –con o sin ventanilla única
–, podrá cambiar de carátula pero no sus mañas, el proyecto enfatizará las labores de inteligencia y espionaje interno (para eso impuso Washington al general colombiano Óscar Naranjo), y utilizará tácticas antiterroristas a partir de una asimilación forzada de matrices de opinión elaboradas por expertos estadunidenses en guerra sicológica que han venido asesorando a sus contrapartes locales. Verbigracia, narcoinsurgencia y narcoterrorismo, como bien leyó el izquierdista
gobernador de Morelos, Graco Ramírez.
El esquema operará bajo la modalidad de fuerzas conjuntas
del Ejército, la Marina, la Procuraduría General de la República, la Gendarmería Nacional y las diversas policías adscritas a un mando único, al estilo de los centros de fusión
que agrupa a los organismos de seguridad e inteligencia estadunidenses. El modelo contempla la creación de un nuevo aparato de espionaje mexicano similar a la Agencia Central de Inteligencia (CIA), y quedará bajo el mando del secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio. Pero la pieza clave en los ajustes
de la nueva estructura de seguridad del Estado mexicano es el embajador estadunidense Anthony Wayne, quien desde su arribo al país, a finales de 2011, monitoreó la transición del régimen de Felipe Calderón al de Peña, y es el coordinador y ejecutor directo, en México, del Comando Norte de Operaciones Especiales del Departamento de Defensa, con sede en Colorado Springs, Estados Unidos.
El cambio de diseño y la nueva narrativa bilateral seguirá obedeciendo a las directrices geopolíticas de Obama y del complejo militar-industrial-energético de Estados Unidos. Objetivos plasmados en la Alianza para la Seguridad y Prosperidad de América del Norte (Aspan, 2005), que opera con un gobierno empresarial en las sombras dispuesto, ahora, a corregir
partes del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) por medio de un nuevo
mecanismo de coordinación.
Para eso la fracción anexionista del capital trasnacional local colocó en Washington a Eduardo Medina Mora como embajador
de México. Coordinador del equipo jurídico del TLCAN en los años 90, Medina Mora fue uno de los negociadores
de la Iniciativa Mérida (2007), herramienta punitiva para instaurar un perímetro de seguridad
en torno al territorio continental del imperio. Desde entonces, Norteamérica se ha venido consolidando como un espacio geográfico de cara a la competencia intercapitalista con los otros dos megabloques subregionales: Europa comunitaria y Asia-Pacífico. Al proyecto hegemónico se sumó la reciente incorporación de México al Acuerdo Trans-Pacífico (ATP), cuyo fin es construir un cerco militar y comercial en torno a China, y que también intentará frenar el auge del yuan y extender la vida útil del dólar como moneda de referencia, en el contexto de una guerra de divisas.
De allí, pues, el viraje de Obama. Los nuevos códigos de la narrativa mediática buscan ocultar que bajo la pantalla de la prevención
del delito se pasará a otra fase represiva. Eso implica desestadunidizar
los centros de fusión bilaterales, que en materia de inteligencia, militar y policial operaron bajo el mando de los embajadores Carlos Pascual y Anthony Wayne, y volver al accionar encubierto armado de los agentes de la CIA, la DEA, la FBI, la DIA, el ICE y la ATF en todo el territorio nacional. Visto así, el tono obsequioso de Obama no fue gratis.