Ominoso balance
romesas incumplidas a sus electores, escándalos de corrupción entre altos funcionarios y represión contra sus adversarios es, en suma, el balance del primer año del tercer periodo presidencial de Vladimir Putin.
De creer a las encuestadoras oficialistas, Putin sigue disfrutando de un elevado índice de popularidad, aunque a la vez crece el número de rusos –55 por ciento ya– que no quieren ver al actual mandatario entre los candidatos a ocupar el Kremlin en 2018.
Trece años después de gobernar este país –incluido el cuatrienio de Dimitri Medvediev, su leal subordinado, en que formalmente se desempeñó como primer ministro–, se desmorona la imagen de súper héroe infalible atribuida a Putin por la televisión pública y otros medios de comunicación bajo control del Estado.
Los rusos parecen cansados de que, en el lenguaje mediático de las autoridades, todos los fracasos y retrocesos tienen un responsable, cualquiera menos Putin, y todos los éxitos y avances se deben a una sola persona, a Putin y ningún otro.
El inevitable desgaste de este método provocó rechazo a la farsa del tándem gobernante
y al enroque con Medvedev que devolvió a Putin a la presidencia, y poco después se tradujo en manifestaciones multitudinarias de protesta contra la manipulación de resultados en las elecciones parlamentarias de diciembre anterior.
El Kremlin respondió con un aumento sin precedente de la represión contra la oposición no tolerada, aquella que no tiene representación en el Parlamento; con un recorte significativo de las libertades, y con la persecución de los defensores de los derechos humanos.
La intolerancia hacia las integrantes del grupo Pussy Riot, que cantaron una oración punk contra Putin en una catedral ortodoxa, y la tolerancia hacia los implicados en sonados casos de corrupción marcan los extremos de una gestión presidencial que, por encima de la justicia, arremete contra los críticos y protege a los subordinados.
Ausente la autocrítica, todo lo malo que pasa en Rusia, según Putin, es resultado de factores externos –la recesión en Europa, por ejemplo– o de la injerencia de los servicios de espionaje foráneos, lo que pretende minimizar que la economía local depende en grado excesivo de los precios internacionales del petróleo, gas natural y otras materias primas, y que el descontento social tiene su origen dentro de Rusia y no en otras capitales.
Al tomar posesión hace 12 meses, Putin firmó decretos que recogían sus principales promesas electorales. Hace días endosó al gobierno su incumplimiento, lo que supone un serio retroceso en la proclamada intención de desarrollar y modernizar Rusia.