niversal, casi como la idea o existencia de Dios –según sea el intérprete–, el poema del mismo nombre (“nombre vasto, refractario, inaudito… monstruoso, enorme, ilimitado”), que Víctor Hugo escribió y Tomás Segovia tradujo al castellano fue publicado por la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL) en el marco de su octogésimo aniversario.
Sólo alguien como Víctor Hugo pudo atreverse a escribir un poema épico sobre tema tan desmesurado e inasible como es el de Dios. Antes lo habían hecho Dante, al adentrarse en el Infierno-Cielo de esa como Babel visitada por unos protagonistas blindados al mal, o como Milton, en su relato de la Caída donde Satán roba cámara a Dios o en la obra opuesta que le siguió, la recuperación del Paraíso perdido donde Jesús, que resiste a toda tentación, es la guía y la vía para acercarse a Dios.
En el prólogo, Rafael Argullol habla de esta empresa grandiosa que nos conmueve, anonada, engrandece, suprime, sepulta, hace flotar cuando leemos sus versos alejandrinos y donde late una de las sumas poéticas más portentosas de la historia de la cultura occidental.
El escritor y editor José María Espinasa hizo la presentación de Dios. Se trata, dijo, de un verdadero acontecimiento, broche de oro a la trayectoria como traductor de uno de los poetas contemporáneos más importantes de lengua española...
El otro presentador fue el filósofo español Agapito Maestre. Asumió como necesaria la lectura de Dios en el mundo occidental donde el paganismo ha sustituido a Dios por cualquier imbecilidad
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La poeta Minerva Margarita Villarreal, directora de la Biblioteca Universitaria Capilla Alfonsina, dio cuenta de cómo a Segovia se le había perdido la edición de la cual estaba traduciendo el poema y del hallazgo que significó para el poeta valenciano nacionalizado mexicano que la misma se encontrara en el fondo bibliográfico de Alfonso Reyes custodiado por esa biblioteca de la universidad pública de Nuevo León. La poeta le había pedido una colaboración para El Oro de los Tigres, colección bajo su responsabilidad, y esa fue el poema de Víctor Hugo. “Como buen republicano era acérrimo ateo. Pero él sabía que yo era creyente. Así que nos regaló Dios…” La casa editora de Tomás Segovia es la que dirige José María Espinasa. Sin embargo, en un gesto de generosidad, el escritor capitalino accedió a que fuera la UANL la que publicara el poema.
Mario Vargas Llosa, en La tentación de lo imposible, su largo ensayo sobre Los miserables, nos hace saber de un Prefacio filosófico
que al cabo Víctor Hugo canjeó por un breve epígrafe del que no se desprende el verdadero sentido que se habría propuesto con esta otra obra magna: no “una novela comprometida, arraigada en una problemática de aquí y ahora, sino la demostración teológico-metafísica de la existencia de una causa primera y el empeño de rastrearla en la ‘infinita’ historia de los hombres”. Si así fue, elemental es afirmar que fue un propósito fallido por subordinado a la propia biografía de Hugo, que fue la de un hombre profundamente comprometido y arraigado en los problemas de su sociedad y de su tiempo y un luchador incesante por la justicia de la que los mexicanos nos beneficiamos cuando el imperio de Luis Napoleón III pretendió que Maximiliano nos rigiera sentado en las bayonetas.
Más tarde Hugo convertiría el Prefacio filosófico
en Dios, su gran poema. Polifonía, ecos de los presocráticos a Platón, de los evangelios a Séneca y Lucrecio a Montaigne a Spinoza a Pascal, evocaciones sagradas, divinidades de todas las mitologías, figuras alegóricas: en sus extremos, del ateísmo el murciélago y del cristianismo el grifo. Las alegorías afirman o niegan a Dios que, como la utopía, aparece y desaparece. Por encima de las voces y el aleteo de las alegorías, la imposibilidad de Dios se presta a una lectura cuando recibe la luz de la poesía.