a pasado menos de una semana de la visita del presidente Barack Obama a México y sus efectos sobre la opinión pública se desvanecen como si se tratara de una raya en el agua. Quedará un aire de buena voluntad hacia un presidente estadunidense joven, ágil y moreno que camina como si bailara, que bajó del Air Force One como lo hubiera hecho Fred Astaire (una comparación que debemos a Carlos Fuentes), y que con una amplia sonrisa nos hizo olvidar por unas horas las amarguras de la vecindad con el país más poderoso del mundo. Obama además representa mucho de lo bueno que tiene la democracia en su país, de aquello que hace que millones de personas en todo el mundo crean en el sueño americano.
El significado político de la presencia de Barack Obama entre nosotros no necesariamente dependía de los asuntos que tratara con el gobierno mexicano, sino que tenía más que ver con el simbolismo de una visita cuyo propósito fundamental era mostrar al mundo la amistad entre los presidentes, la cual no es sino una proyección del entendimiento entre los dos países. No obstante, me pregunto si hubo en el encuentro entre los presidentes Obama y Peña Nieto algo más que una operación de relaciones públicas, otra cosa además del mensaje optimista del estadunidense que al llamar amigou a su contraparte mexicana le dio un espaldarazo que muchos esperan que por lo menos contribuya a atraer más inversión extranjera. Quienes así piensan también así razonan: Si el presidente de Estados Unidos confía, entonces eso quiere decir que México es confiable.
¿De qué hablan los jefes de Estado en encuentros como el de la semana pasada, que fue casi protocolario? ¿Cuál es la utilidad de estas visitas, sobre todo si son relámpago? ¿Los presidentes tardaron en romper el hielo? ¿Hablaron de temas sustantivos o los dejaron a sus subalternos, mientras ellos se limitaron a sonreír el uno al otro para entablar la corriente de simpatía personal que debería facilitar el tratamiento de los problemas de la relación bilateral? ¿Hablaron de esa relación desde una perspectiva general y relativamente abstracta, o trataron puntos específicos? ¿Intercambiaron promesas, experiencias? ¿Qué tanta empatía hubo entre ellos? Ahora no podemos responder a estas preguntas, aunque un futuro Wikileaks podría hacer esa información accesible en el corto plazo.
Experiencias anteriores muestran que los encuentros de este tipo están ya muy estandarizados, están sujetos a una especie de manual que establece horarios para entrevistas, programa, temas de discursos, dicta incluso frases que parecen espontáneas –como la que pronunció Obama ante los estudiantes que asistieron al Museo de Antropología: Ustedes son el futuro
–. Nada se deja al azar. Hay que minimizar las sorpresas y los motivos de irritación. Es decir, es muy probable que entre Obama y Peña Nieto no haya habido más que conversaciones amables y banales, porque los temas fuertes de la relación: migración, seguridad o comercio, ya fueron negociados y acordados en reuniones preparatorias en las que participaron los funcionarios responsables.
Los encuentros presidenciales tienen en primer lugar una función simbólica. En la plataforma oficial de recepción en la que los dos presidentes se saludan, parecen iguales porque representan lo mismo: la voluntad popular y el Estado nacional; en la tarima se genera una ilusión óptica –y política– de simetría que diluye las diferencias de poder entre los países. Ese es el objetivo.
Para subrayar la comunidad de intereses entre los dos países mucho se mencionó a Norteamérica como la región integrada del futuro; sin embargo, al mismo tiempo los dos presidentes marcaron los límites de esa integración y coincidieron en mostrarse respetuosos de los asuntos internos del otro. El presidente Peña Nieto y la SRE dejaron claro que entendían que la discusión de una nueva ley migratoria en Estados Unidos es un tema estrictamente interno, en el que no piensan intervenir; mientras que los estadunidenses se mostraron dispuestos a observar, sin opinar, cómo el gobierno mexicano reorganiza su política de seguridad, y al hacerlo, recupera espacios de autonomía que su predecesor había sacrificado en la guerra contra el narco. Si esto fue así, entonces la visita no fue una raya en el agua, sino una redefinición de las fronteras.