odavía no se han encontrado evidencias firmes de la motivación de Tamerlan Tsarnaev que lo llevó a montar el atentado contra los maratonistas de Boston que costó la vida a cuatro personas y mutiló o hirió a 170 más. Hasta ahora no hay una sola pista que vincule a Tsarnaev, y menos todavía a su hermano menor, Dzhokhar, con organizaciones radicales nacionalistas o islamistas que hubieran podido organizar el ataque. Hay muchas interpretaciones y poco a poco se va formando la conclusión de que se trató de una acción individual, aunque sus consecuencias sobre la sociedad serán con seguridad amplias. Es muy importante identificar los porqués de la acción de los Tsarnaev. Mientras no haya claridad al respecto, seguirán las especulaciones, muchas de ellas descabelladas; no obstante, aun cuando lo sean pueden influir sobre dos temas muy delicados que en este momento ocupan el debate político en Estados Unidos: el control de armas y la migración.
Lo ocurrido en Boston removió uno de los temores atávicos que subyacen en la cultura estadunidense, el miedo al enemigo emboscado que se ha infiltrado en la comunidad, que se ha ganado su confianza, que ha simulado formar parte de ella, pero que en realidad se propone destruirla. Para un país que por décadas pretendió darle la espalda al mundo, el enemigo interno llegó ser más temible y amenazante que cualquier fuerza que proviniera del exterior. Para ilustrar la fuerza de este miedo difuso no hay más que recordar la quema de brujas en Salem en el siglo XVII, o la ferocidad de la campaña anticomunista que desencadenó el senador Joe MacCarthy entre 1950 y 1953, que focalizó y dio una identidad a ese miedo. De ahí la eficacia de su ofensiva contra los supuestos comunistas en el Departamento de Estado o en el mundo del cine y de las artes. Una desconfianza y un temor similares se han instalado ahora contra los musulmanes, de quienes se piensa desde el 11 de septiembre de 2001 que son todos potenciales terroristas. Pero igual puede extenderse a cualquier otro grupo o persona que sea diferente: antes eran los afroamericanos, ahora pueden ser los indocumentados mexicanos. La importancia de entender a los Tsarnaev reside en que sólo una explicación más o menos convincente de su comportamiento puede contrarrestar el efecto corrosivo del miedo y prevenir el surgimiento de actitudes hostiles frente a los inmigrantes o favorables a que los ciudadanos se sigan armando.
Día con día se confirma la impresión de que los Tsarnaev actuaron en forma solitaria, luego de que Tamerlan experimentó un proceso individual de radicalización que se expresó inicialmente en una religiosidad más intensa. Según sus parientes se volvió más intolerante frente a cualquier violación de las normas religiosas, a interpretaciones demasiado libres del Islam; había dejado de beber y cumplía escrupulosamente con sus deberes religiosos, aunque iba poco a la mezquita. Piensan que es probable que no asistiera de manera regular porque no le gustaba el estilo del imán, que era, a su manera de ver, demasiado liberal.
Además de que no se han encontrado vínculos entre Tsarnaev y alguna organización terrorista, creo que el tipo de bomba que hizo estallar sugiere que no tuvo más apoyo que sus propios y muy limitados recursos, porque es tan primitiva una bomba manufacturada con una olla exprés, tuercas y baleros –no por eso menos letal que otras más sofisticadas–, que cuesta trabajo pensar que haya sido construida por una organización más o menos compleja, que dispone de expertos en explosivos, material y otro tipo de instrumentos y armas de ataque. Es aterrador que un solo individuo –o dos, si se quiere– sea capaz de infligir tanto daño con artefactos de la vida diaria que, en principio, son inofensivos. También causa una enorme inquietud saber que su objetivo era causar el mayor daño posible a personas inocentes, a las que, sin embargo, estuvo dispuesto a sacrificar por una causa que apenas adivinamos, porque tampoco hay ningún rastro de documento o declaración con los que Tsarnaev exponga los motivos de su acción. En estas condiciones habrá que buscar conformarse con lo que podrían ser las causas generales de su comportamiento.
Desde la perspectiva amplia de la sociedad estadunidense, Tamerlan Tsarnaev aparece como un individuo que después de haber vivido diez años en su nuevo país, no había logrado integrarse a la comunidad que lo acogió cuando llegó adolescente de Kirguistán en el Cáucaso. Pese a haber formado una familia, todo indica que nunca realmente olvidó sus orígenes, sino que estaba parado en dos mundos cuya reconciliación era imposible, en la medida en que el islamismo es una temible amenaza y uno de los principales enemigos de Estados Unidos. Esta percepción es una fuente de tensiones en el interior de ese país, donde es creciente el número de musulmanes, y para muchos son ellos el enemigo interno al que hay que combatir. Es posible que ese irresoluble antagonismo haya sido un poderoso obstáculo a la integración de Tsarnaev, porque agudizaba el conflicto de lealtades que oponía su pertenencia, por una parte, a la comunidad chechena y, por la otra, a Estados Unidos.
El ataque terrorista en Boston decidirá el destino de las dos propuestas legislativas más importantes del presidente Obama, aunque no fuera su intención hacer fracasar la amnistía para millones de inmigrantes hoy indocumentados, o limitar el uso de armamento por parte de particulares. Sin embargo, si las iniciativas se miran a la luz del miedo, estarán destinadas al fracaso.