Opinión
Ver día anteriorMiércoles 24 de abril de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Dominancia
L

a hegemonía del pensamiento cargado a la derecha en el México actual es apabullante, si no es que totalitaria. Un enorme aparato de convencimiento, donde los medios colaboran de manera destacada, lleva a cabo una labor ya bien estudiada. Los contenidos y la narrativa que la refuerzan permiten conectar, con extrema facilidad, principios, valores convencionales, mitos y supuestos con similares posturas que campean a sus anchas entre los círculos del poder central: ya sea en países desarrollados o en los organismos multilaterales. El oficialismo en naciones dependientes, esas descritas como de menor calado, adopta como propias la mímica, los supuestos (aunque sean vistosamente falsos), la soberbia de sus desplantes y las tonalidades desplegadas por aquellos a los que consideran sus colegas o mentores externos. La difusión de postulados y creencias derechistas, ya sea de naturaleza política, social o cultural, se desliza con inaudita rapidez y sonoridad por los diversos canales con que se dotan, para su beneficio exclusivo, las distintas élites. El resultado es un ramplón concierto de dogales y trampas que, con frecuencia inaudita, divorcian la versión oficial de su correspondiente circunstancia real.

Pocos son los países donde sus dirigentes han osado transitar por rutas alternas. El esfuerzo organizativo, de conciencia y movilización popular, desplegado para escapar a los dictados de tan atrincherada ideología y fuerza es, por consiguiente, de apreciable magnitud. Los costos de apartarse de lo establecido aparecen, con fiero rostro, por vericueto y medio, pero son, con frecuencia, crecientes. Los proponentes de lo establecido y sus adalides mediáticos más apreciados no se detendrán hasta que los infractores a la única ruta se dobleguen y rindan la plaza. Insertarse, cuando se disiente, en el escenario de los prestigios y reconocimientos (mundiales o locales) es una tarea casi imposible o, al menos, limitada al extremo. Los sistemas dominantes se protegen hasta del menor contratiempo que sea capaz de introducir una duda, aunque sea pasajera o menor. Los múltiples difusores compactan sus opiniones con eficacia notable. Los llamados consensos se presentan bajo presión directa del poder sobre los diversos intereses en juego, pero la mayoría de las veces fluyen por sutiles formas de empatía o conveniencias no reconocidas, menos aún publicables. Las discrepancias son toleradas sólo en casos extremos o ante la imposibilidad de acallar, con bozales ingeniosos, todas las voces discordantes. Las más de las ocasiones se recurre a negar oportunidades a la expresión disidente, en especial cuando conlleva información valiosa. Las disonancias sólo encuentran ocasión propicia cuando acontecen tragedias, rupturas o fenómenos de complejo desarrollo. Pero en la normalidad cotidiana, la presencia, opiniones e imágenes de la verdad pública imperante son abrumadoras en uniformidad y número.

El pensamiento económico tiene, en todo este rebumbio continuista, un lugar especial. Y lo tiene porque ha logrado penetrar en esferas que, como la académica, se suponen reacias a desdeñar la crítica opositora que diversifica y hace crecer. La dominancia que el neoliberalismo ha logrado es de trascendencia innegable. Y lo es tanto por su penetración en las capas más conspicuas de las cúspides decisorias como por su entronización entre la opinocracia. Aun entre el empresariado de medio pelo y las clases medias tiene cabida y aceptación. Es de bien ver arroparse en sus muchos axiomas de fe, en sus lugares comunes, en sus dichos de moda. A los demás, los disidentes, les esperan, si mucho, miradas de desaprobación, reclamos o airados reproches.

Pero la hegemonía del pensamiento económico conservador, afiliado al neoliberalismo, resiente fisuras y ocasiona dramas por demás vitales que la ponen en entredicho. Los supuestos que elevan la estabilidad macroeconómica a la categoría santificada de concordato envidiable entran en una esfera de penas y consecuencias dolorosas. Similar ruta sigue el conjunto de medidas de control para mantener dicha estabilidad, máxime cuando se tienen o han permitido dosis crecientes de deuda pública para apalancarla. Pasar de 90 por ciento de deuda respecto del PIB se tilda, sin contemplaciones que valgan, de peligroso y contraproducente para el crecimiento anhelado. A pesar de ello, se alienta, hasta con orgullo, la conveniencia de privilegiar los flujos de ese capital dispuesto a comprar deuda pública. Aunque bien se sabe, por trágicas experiencias anteriores, del peligro de prohijar semejante trasiego masivo de capitales. Desde las más altas esferas se oye entonces la conseja, respaldada por medios irreprochables, para actuar con mesura y responsabilidad. Se imponen entonces, y ante posibles o pasados infractores, medidas urgentes de austeridad. El déficit fiscal hace su perniciosa aparición y se apremia a su vigilancia expedita para que no crezca. Sobrevienen los recortes al gasto social que, con tanta furia, inducen esas élites bien apoltronadas en la abundancia. Con la vista siempre puesta arriba, hacia donde moran los augures del destino colectivo, los patrones, los que mandan, los privilegiados, se manufacturan leyes adecuadas, se instalan los procesos de apoyo y se instruye y capacita a la burocracia. Otear hacia abajo es caer en el abismo populista. Emplear la renta petrolera para combatir la desigualdad o crear tecnología propia es imperdonable. Llevar salud, educación y alimentos a la masa desprotegida y sacrificada es locura de dictadores locuaces. Se tiene que seguir usando como se ha hecho por sucesivas décadas, para que se lo llevan las trasnacionales y para que una parte del botín (aunque pequeña) se unte entre la cleptocracia conocida. Eso es lo corriente, la manera de hacer negocios ya asimilada en la cultura diaria.