s bien sabido que el dramaturgo inglés Harold Pinter es un autor sumamente difícil de escenificar por sus silencios, sus largas pausas, su lenguaje elusivo, lo que no dice por debajo de lo que sí dice. Durante algún tiempo los teatristas mexicanos lo soslayaron, excepto unos cuantos como Ludwik Margules, o lo escenificaron sin tomar en cuenta sus características especiales (yo me siento mal por una crítica alabatoria a un montaje casi porno de El amante que pensé que exponía el lado secreto de lo no dicho y luego me percaté de que era mera ignorancia del director). Ahora parece ser que nuestra escena está madura y los montajes de textos pinterianos están a la orden del día –con este hay dos en cartelera– a la par de otros autores importantes, y un público culto y creciente parece no sólo asistir a sus escenificaciones, sino apreciarlo de verdad. Nada de lo dicho aquí es el caso de José Caballero y Una especie de Alaska. El director conoció la obra cuando era director de la Compañía Nacional de Teatro y propuso lecturas dramatizadas de textos que podrían interesar a algún otro teatrista y desarrollarse hasta llegar a ser una puesta en escena; entre esos libretos se encontraba el de la obra a la que nos estamos refiriendo que desde 1984 rondó la mente del director (bueno, eso me imagino porque no soy su confidente, pero es fácil pensar que así ha sido) quien la tradujo, y por alguna causa se fue posponiendo –Caballero libró con bien otras batallas– hasta que se pudiera escenificar. Lo curioso, y me gusta señalarlo, del asunto es que la duración de ese sueño de la obra casi alcanzó al de la protagonista. Como auncia Pinter en el programa de mano, su obra fue inspirada por el libro Despertares del doctor en medicina Oliver Sacks que narra la epidemia de encefalitis letárgica que se dio en Europa en 1916 y 1917 y, fuera de esa lejanísima lectura dramatizada, hubiera permanecido desconocida para nosotros a no ser por la pertinaz insistencia de José Caballero y el apoyo de El círculo Teatral que se va consolidando como una interesante opción para el buen teatro.
Una especie de Alaska –título que remite al lugar desprovisto de colores excepto el blanco y congelado en donde Déborah quedó confinada– resume muchas de las maneras pinterianas casi permanentes. Las largas pausas que dan lugar a un cambio de idea en la parlante, lo que se adivina por debajo de lo que se dice (que en resumidas cuentas remite a una infancia y adolescencia normal y feliz), aunque todo entrecortado por espasmos y temblores. Escenificarla requiere de una actriz con grandes dotes, tanto actorales como de expresividad corporal y afortunadamente, tanto en la lejana lectura como en el presente montaje, se cuenta con Lucero Trejo para incorporar a la recién despertada Deborah. La actriz cambia sus tonos de acuerdo con lo que dice, se revuelve, sufre espasmos en pies y manos: es inútil describir una actuación relevante en un papel insólito, por lo que convoco a los lectores a ir a verla, porque no entiendo que apenas seis o siete espectadores la vimos el día que fui al Círculo Teatral a presenciarla.
En una escenografía –también fría y desprovista de adornos– diseñada por Patricia Gutiérrez Arriaga, quien también ilumina, consistente en paredes tapizadas de papeles alusivos a la Medicina, con la cama de la enferma en el centro y bajo una lámpara y con el escritorio del médico casi en proscenio a la izquierda del espectador, se desarrrolla el drama. A la estupenda actuación de Luceo Trejo se corresponde otra excelente, aunque más contenida, de Verónica Merchant como la emocionada hermana que acude ante la recuperación de Deborah; Paulina es toda sentimiento y alegría sin rechazar los malos momentos de la hermana recién despertada. Parece ser que el propio José Caballero actúa como Hortnby, el médico, doblando a Sergi Cataño que es al que vi, serio y observador como pide su papel.