Opinión
Ver día anteriorMiércoles 17 de abril de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¿Se vende el Ángel de la Independencia?
L

a torre Eiffel nunca ha sido puesta en venta. Sin embargo, se ha vendido. ¿Cuántas veces? Sólo el diablo lo sabe, o su comparsa: Victor Lustig. Víctima, André Poisson, quien pagó 100 mil francos de la época, habría preferido acallar su ridículo. Si Lustig logró huír a Estados Unidos, otros no menos brillantes embauques le valieron ser condenado a 15 años de prisión. En Alcatraz, donde el propio Al Capone habría asegurado su protección, a pesar, dícese, de haber sido él mismo una de sus víctimas. ¿Qué se le va a hacer? Los hampones tienen también sus héroes.

La jerarquía carcelaria obedece a un orden estricto, donde cada quien tiene el lugar debido. Las dudas no inquietan el sueño de padrinos de mafias y otras organizaciones criminales, quienes pueden jugar tranquilos una partida de póker o dominó. Ganar o perder fortunas, intercambiar hombres y vidas, constituir nuevas redes de influencia e, incluso, hacer ganar elecciones políticas, se apuestan con hastío.

Lejos de esta organización por categorías del crimen, donde la calidad del delito corresponde a los primeros rangos y deja, en consecuencia, a raterillos, dealers y otros traficantes menores en lo más bajo del escalafón, se encuentran algunos rarísimos artistas de la estafa, los poetas del gremio. Geniales artífices cuyas víctimas son las primeras en evitar una acusación y un proceso que los ridiculizaría: burlado, prefiere perder una fortuna que convertirse en el hazmerreír público. No se trata, desde luego, de despreciables gigolós forzados, por su duro oficio, a penosas tareas extraconyugales con abuelitas descocadas que, demasiado tarde, no desean exponer al público sus vergüenzas. El virtuoso del embauque no se sobaja al abuso de la debilidad ajena. El derramamiento de sangre no es siquiera una posibilidad, comparte el horror que provoca su vista con los delincuentes de cuello blanco, padrinos y gángsters de alto vuelo, asaltantes de bancos y banqueros. Auténtico ilusionista, no utiliza más armas que la de sus palabras. Suaves, percuten como una tentación murmurada al oído. Convincentes, no prometen, dejan a la ambiciosa imaginación del oyente vagar a su antojo.

Victor Lustig pertenece a esta categoría de artistas. Nacido en 1890, recibe una educación esmerada al punto de hablar al menos cinco lenguas. A los 20 años ya había pasado breves estancias en prisión. Antes de la Guerra Mundial, Lustig ganaba su vida en lujosos transatlánticos donde jugaba a las cartas… sin perder nunca. Esta fuente de recursos desparece con el conflicto. En 1920, emigra a Estados Unidos, donde se hace llamar conde Lustig, aprovechando su físico aristocrático, o lo que los estadunidenses suponen tal. Admirador de la leyenda de Ferguson, cuya existencia es dudosa pues no hay pruebas de ella, a quien se atribuye las ventas de la estatua de Nelson, el Big Ben y el Palacio de Buckingham, Lustig refina sus estafas.

Su arte alcanzará la perfección en 1925, de regreso a París, donde derrocha con rapidez el dinero. ¿Qué se puede hacer durante los années folles que trastornan la cabeza a cualquiera? La necesidad da alas a la imaginación. La venta de la torre Eiffel, proyecto delirante, es puesto en ejecución. Con el pretexto de su posible demolición, demasiado caro su entretenimiento, deberá ser rematada como chatarra. Lustig, de súbito funcionario corrupto, da cita en el hotel Crillon a los seis más ricos chatarreros de Francia. Su víctima, André Poisson, hombre inseguro, desea ser invitado en los salones parisisenses. El hombre paga además una comisión corruptora para obtener el contrato. Lustig huye a Viena. Al no ver ninguna noticia de su estafa, el artista comprende la vergüenza del burlado. Nuevo intento de vender la torre y denuncia a la policía.

¿Cuántas veces Lustig vendió la torre? Una vez le habría bastado para ser inmortal. ¿Lo perdió el gusto por la celebridad? Tal vez, decidió él su ingreso en la leyenda.