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El Maracaná sigue en obras y el Joao Havelange, cerrado por riesgos

Río de Janeiro, la ciudad más emblemática de Brasil, sin estadio

Desorganización y poca responsabilidad de autoridades deportivas y políticas

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Dos días antes de ser intervenido, el estadio Joao Havelange, inaugurado hace menos de 6 años, recibió un partido de campeonato cariocaFoto Reuters
Especial para La Jornada
Periódico La Jornada
Miércoles 3 de abril de 2013, p. a11

Río de Janeiro, 2 de abril.

Faltando poco más de dos meses para la Copa Confederaciones, y poco más de un año para el Mundial de 2014, Río, la ciudad más emblemática del país, cuna del equipo más popular de todos, el Flamengo, y sede de los Juegos Olímpicos de 2016, es una ciudad sin estadio. Ojo: no estadio de futbol. Sin estadio deportivo. Sin estadio de nada. De eso que pomposamente se dice ‘complejo deportivo’, ni hablar.

En los últimos 13 años, entre las infinitas reformas del Maracaná, estadio ícono en el país del balompié, iniciadas el año 2000, y la construcción del Joao Havelange, considerado estadio modelo en los Juegos Panamericanos de 2007, estado y municipio gastaron juntos más de 800 millones de dólares.

Pues el Maracaná sigue en obras y el Joao Havelange, inaugurado hace menos de seis años, fue intervenido y cerrado por la municipalidad a raíz del inminente riesgo de que parte de la estructura se derrumbe, a causa de fallas estructurales, causando una catástrofe de proporciones descomunales.

A propósito: según el compromiso asumido con el Comité Olímpico Internacional, está previsto que las pruebas de atletismo de los Juegos de 2016 se realicen precisamente en el Joao Havelange, ahora intervenido. Esa es una muestra bastante evidente de la desorganización y de la escasa responsabilidad con que las autoridades deportivas y políticas brasileñas en general, y de Río de Janeiro muy en particular, cuidan de los preparativos para los Juegos Olímpicos.

Dos días antes de ser intervenido, el Joao Havelange recibió un partido del campeonato carioca. Ya estaba condenado. Quien fue al estadio corrió un riesgo enorme gracias a la ineficacia de la fiscalización y a la criminal irresponsabilidad de los responsables. En un martes se anunció que el estadio estaba condenado. El domingo anterior hubo partido, como si nada.

De momento, todos los juegos del campeonato carioca han sido transferidos a estadios pequeños en el interior, a por lo menos hora y media de la ciudad de Río. Es que el otro estadio disponible en la ciudad, del Vasco da Gama, fue intervenido por los bomberos, por no ofrecer condiciones mínimas de seguridad siquiera para el menguado público de 20 mil espectadores anunciados como su capacidad máxima.

Laudos técnicos elaborados por tres peritajes distintos indican que un viento de 63 kilómetros por hora sería suficiente para barrer la estructura de la cobertura del estadio Joao Havelange. Según el proyecto, esa estructura debería soportar vientos de 115 kilómetros por hora.

Movimiento de la estructura

Además, se comprobó que parte de la estructura se movió 50 por ciento, más de lo previsto (23), lo que, de acuerdo con los técnicos, significa un riesgo tres veces superior al máximo admisible.

Por detrás de todo eso hay un mar sin fin ni fondo. No se trata solamente de que la ciudad más emblemática del país del fetbol se quede sin un mísero estadio donde disputar los partidos del campeonato estadual. No se trata solamente de que en vísperas de empezar una disputa internacional –la Copa Confederaciones– ocurra semejante escándalo.

No, no: de lo que se trata es de dinero público que es manejado de esa manera absurdamente irresponsable.

A ver: según el proyecto original, el estadio Joao Havelange costaría algo así como 30 millones de dólares. Cifra irreal, desde luego. Al final, costó unos 190 millones.

Las obras del Maracaná, cuyo destino parece ser estar en reforma eterna, costarían algo así como 110 millones de dólares. Hasta ahora se gastaron 520 y seguimos en obras.

Inicialmente, la constructora Delta ganó la disputa para construir el Joao Havelange. Era una constructora pequeña, pero hizo la mejor oferta. Eso hace como 10 años. A partir de entonces la constructora creció como un relámpago. Su dueño se hizo amigo íntimo de senadores, diputados, y principalmente del robusto –hay quienes prefieren describirlo como gordinflón– y muy parlanchín gobernador del estado de Rio de Janeiro, Sergio Cabral.

Hubo un amago de ruina cuando se difundieron fotos del gobernador al lado de su mujer y de un grupo de amigos, además de varios secretarios municipales nombrados por el mismo alcalde, Eduardo Paes –que ahora salta al ruedo con aires de escándalo por el escándalo que no pudo, no supo o no quiso evitar– bailando en un restaurante refinado de París junto al dueño de la constructora Delta.

De no ser por el mal gusto y la vulgaridad de confundir un salón elegante de París con un suburbio de Río como palco apropiado para bailes groseros, ninguna novedad. No sería el primer nuevo rico en dar muestras de vulgaridad.

El problema era quién pagó la inmensa cuenta: no el gobernador, cuyo sueldo formal no le permitiría tales travesuras, sino el dueño de la constructora Delta, cuyos contratos muchas veces millonarios permitirían esa y varias otras groserías. Tanto es así, que cubrió todos los gastos de la amplia y variopinta comitiva de su excelencia, el gobernador.

La malhadada constructora Delta desistió de la obra del Joao Havelange, luego de haberse hecho con millones de dólares. Otras constructoras fueron contratadas, y finalmente el estadio se inauguró.

Las constructoras involucradas están en las declaraciones de donantes formales de los partidos políticos del redondo gobernador y del coleante alcalde. Todo parece normal: el alcalde dice que medidas severas se adoptarán contra los responsables, el gobernador no dice nada, y los contribuyentes siguen pagando al fisco.

Y la ciudad más emblemática de Brasil, cuna del equipo más popular del país, sigue sin estadio.

A propósito: el mismo consorcio de constructoras que hizo el estadio Joao Havelange está reformando el Maracaná.

Los que vengan para el Mundial del año que viene son ansiosamente esperados por hoteleros que triplicarán los precios de las tarifas, por taxistas especializados en explotarlos, por políticos ávidos por transformar la fiesta en prestigio y votos.

Sean bienvenidos, pues, a otra aventura más en el reino de los absurdos.

Yo, precavido, veré los partidos en mi casa, por la tele. La estructura de mi sala es confiable. Ya la del Maracaná…