uatro meses después, fuera de las oficinas públicas, nada ha cambiado. Las autoridades municipales, estatales y federales siguen violando los derechos humanos en el marco de algo que ya no se llama guerra, pero que sigue siéndolo; día tras día se suceden los combates (aunque la jerga oficial los denomine enfrentamientos
) entre dos o más de los difusos bandos de la contienda, y la población del norte, del sur y del Golfo sigue sin encontrar un solo motivo de alivio para la zozobra que padece desde hace más de seis años: homicidios, secuestros, levantones y extorsiones son, como en abril pasado y como en abril antepasado, el pan de todos los días para los inermes y hasta para los menos poderosos de los poderosos.
Así como el panismo priízado no tocó las raíces de la corrupción histórica cuando accedió a la Presidencia hace 12 años, hoy el priísmo empanizado se mantiene fiel en lo general, excepto por el discurso, al modelo de desestabilización violenta impuesto por Felipe Calderón desde el poder presidencial. Y con el telón de fondo de la descomposición imparable de las instituciones, proliferan en varios puntos del territorio nacional nuevas gavillas, desgajamientos menores de cárteles antiguos y organizaciones de autodefensa no más ilegales que la abdicación del Estado a su obligación central y fundacional: dar seguridad a la gente.
La guerra sigue, porque la población no cabe en la economía, porque la autoridad se ausentó y no ha regresado, porque se han llevado a sus últimas consecuencias las lógicas de la competitividad, la productividad y la ganancia: sólo el narcotráfico, la extorsión, el secuestro y el tráfico de personas son más rentables que las privatizaciones, los contratos mafiosos y las concesiones antinacionales que vienen siendo el modelo ideal de negocio desde tiempos de Salinas.
Y así como el foxismo fue la etapa superior del salinismo, el gobierno de Peña Nieto es el capítulo siguiente del calderonato. No hubo, en el recambio operado por el músculo del dinero en 2012, intención alguna de transición ni de cambio; se trataba, por el contrario, de asegurar la permanencia de las lógicas que rigen al Estado desde 1988. La única diferencia real entre uno y otro es la habilidad discursiva (del régimen, no de los gobernantes, entre quienes podría establecerse una eliminatoria por el campeonato de torpeza verbal); mientras que los panistas de Calderón no estuvieron lejos de confesar su odio hacia la plebe, los priístas de Peña se dieron vuelo acuñando y promoviendo frases del tipo Peña, bombón, te quiero en mi colchón
, para regocijo de algunos sectores femeninos de las clases populares.
La guerra seguirá en tanto a los de arriba no se les acabe el negocio de liquidar al Estado en todas sus instituciones salvo, tal vez, la presidencial. Que el sector privado se encargue de las aduanas, de la seguridad, de las cárceles (¿verdad, señor Mondragón?), de la recaudación y también, por supuesto, de la educación, la salud, la generación de electricidad y la extracción y el transporte de petróleo.
Lo que deja, en todo caso, es garantizar la integridad de bancos, filiales de trasnacionales de servicios y empresarios adinerados y sus familiares. Quién le va a hallar cara de negocio a la protección de comunidades miserables y remotas, de ciudadanos anónimos que transitan en masa por las urbes, de jubilados y de jóvenes sin empleo ni escuela. Los segundos pueden seguir nutriendo la cifra de lo que antaño se denominaba bajas colaterales
y que ahora ya no se llama de ninguna manera porque, por disposición oficial, no se habla de eso.
La guerra seguirá, pues, hasta que la gente diga ya basta
y se dé cuenta de que el rey sexenal va desnudo: desnudo de respaldo, de simpatías y de consensos, salvo los que consigue a punta de repartición de prebendas entre las cúpulas políticas formales.
http://navegaciones.blogspot.com
Twitter: @Navegaciones