lgún día podrá observarse, con la calma propia del futuro para considerar las cosas pasadas, la experiencia neo-cavernaria que ocupa una parte significativa de la educación de niños y jóvenes. Aunque viene de antes, fue en los últimos años del siglo XX que la forma pantalla
se convirtió en escenario clave de las vidas individuales y colectivas. Décadas de televisión progresivamente ubicua, y su conversión en prueba suprema de realidad
, prepararon el terreno: las pantallas capturaron la atención de la gente, y una vez que lo lograron, devinieron página y libro, cinematografía, herramienta de diseño, estadística, manejo ilimitado de secuencias numéricas, exploración documental de archivos, sucedáneo de los viajes y, finalmente, escenario de la existencia.
Se comenzó a hablar con desparpajo de la virtualidad, esa zona donde caben diversos orbes en interfase continua: lo sonoro, visual, digital. Lo simpático y lo parasimpático, lo imaginario, lo inconsciente. Y todo, de un tirón, real, llegando a la desaparición física de la pantalla al multiplicarla en tercera y cuarta dimensiones y desmaterializarla en hologramas flotantes.
Hoy la gente hace el amor a través de las pantallas, se suicida frente a ellas, llora a mares, ríe estruendosamente a solas, establece, mantiene y liquida relaciones en lo que en el tiempo predigital implicaba citarse, trasladarse, confrontar. Quien se lo proponga puede investigar, escribir y editar un tratado de filosofía, historia o física teórica sin separarse de la pantalla, y obtener un fruto legítimo. La comunicación simultánea, multi-nodal y políglota con todas las ciudades del universo es sólo una caja más de herramientas, inimaginable una generación atrás.
¿Sabemos más? ¿Creemos saber más? ¿O se expandió lo desconocido, se ahondaron los abismos de nuestra ignorancia? ¿Somos concientes de lo que no sabemos? ¿De lo que sí? Si saber es sinónimo de volumen de información, en definitiva sabemos más que nunca. ¿O será esa acumulación, como la memoria, la inteligencia de los tontos? Podemos más para transformar la materia, la creación estética, comprender los fenómenos naturales, difundir contenidos
instantáneamente.
Esa panoplia del pensamiento y los sentidos aparece concentrada en el universo virtual de los juegos, campo de entretenimiento continuo que consiste en huir y perseguir, edificar y demoler, un aprendizaje del que no te gradúas jamás. Ejercita en las más atávicas actividades humanas: protegerse, defenderse de las inclemencias del entorno, cazar, conquistar piso, robar, buscar-y-destruir con un botón.
Un territorio mental donde se mata y muere continuamente. Cuando gana
, el sujeto trasciende al siguiente nivel, o mundo
. ¿Se aprende a morir, o sólo a matar? ¿Se facilita emocionalmente? Las nuevas guerras imperiales basan su letalidad anestesiada en hacer un videojuego la carnicería real: el soldado dentro de un vehículo blindado, o de su casco, ve por pantallas a iraquíes, palestinos, afganos como muñequitos, los elimina y suma puntos. Heavy metal en sus oídos, searching to destroy. Y esto, si no es que pulsa un teclado lejos, sentado frente a una pantalla, conduciendo un impersonal drone sobre Pakistán (o ¿Sonora?). Montones de pequeñas muertes. Como si fueran pocas las que la TV, que también te ve, exhibe, y muestra (siendo más las tragedias que ocultan los noticieros, así que imagínate).
La muerte chiquita es el orgasmo por antonomasia. Y seguramente la mejor de todas las muertes. Tiene la ventaja de ser repetible. Los grandes místicos lo supieron y practicaron. Y los grandes hedonistas. Pero las muertecitas actuales son otra cosa. También hay drogas selectivas, aislantes, que borran memorias desagradables o descargas nerviosas específicas. Se les considera medicamentos y las venden en las farmacias. No son lo mismo que las drogas-drogas que disparan la locura chiquita: las sicodélicas de amplio espectro, los alucinógenos naturales o las estimulantes hojas de coca, mota, te.
En los juegos se vive una muerte menor, y en corto. La novela (y película) Los juegos del hambre (2012) hace el cuento de un juego televisivo, letal para los concursantes, espectáculo estelar para millones de espectadores privilegiados, y tormento para los espectadores que conocen y quieren a los jugadores. Como los videojuegos, consiste en un huir y cazar idéntico al de nuestros antepasados cavernícolas. Nos lo venden como anuncio del futuro, el Apocalipsis de bolsillo de la temporada. Jugando, uno cree conocer y no conoce. Una cree saber y no sabe. Pues si no fuera así, no habría reto ni sería divertido.
Quizá perdimos contacto con lo desconocido. O no. Giorgio Agamben, citando a Heirich Kleist, piensa que la relación con lo no conocido
es una danza. Uno entra y sale del otro, del otro lado de la sombra, del secreto sin revelar. Los jóvenes del nuevo milenio juegan. Matan. Huyen. Persiguen. Mueren. Eso debe significar algo.