añana por la tarde, cuando el sol se esté despidiendo del día, la República Francesa hará entrega a Jean Meyer de su condecoración más alta y honrosa, la Legión de Honor en su grado de Oficial. Historiador mexicano, historiador francés, el condecorado vive en nuestro suelo desde hace ya medio siglo.
Hace muchos, muchos años, supe por primera vez de él. Acababa de llegar de mi pueblo a vivir a la ciudad de México y mis tardes, saciadas muy pronto de ocupaciones, contaban con largos paréntesis de silencio en los que ninguna alma se cruzaba con mis pasos. Recorría las calles hasta el cansancio y me refugiaba a descansar en los pasillos de una vieja Librería de Cristal. Allí, en medio de sus estantes, descubrí un libro que por su título despertó mi curiosidad. Era La cristiada, en su edición de tapas rojas. Como no podía comprarlo y el encargado de la librería me sonreía cómplice cada vez que llegaba por allí, tomaba sucesivamente cada uno de sus tres volúmenes, me sentaba en el piso y, cada tarde, recostado en los estantes, devoraba sus páginas hasta que era la hora de cerrar. Así pasaban los días y muy pronto ya evitaba deambular y me encaminaba directamente hasta el pasillo donde estaba esperándome la historia de los cristeros. Estaba subyugado por la vida de esos campesinos que decidieron hacer una revolución para defender su cultura espiritual. Al filo de esas páginas se hacía oír, como diría Paul Valery, una voz segura en todo su registro, mucho más amplia de lo que se precisa en poesía: una voz sabia, bastante más consciente, más rica en sonoridades, más atenta a tiempos y silencios, más marcada en los cambios de tono que la voz que de ordinario se presta a las obras en verso
. En cada una de las líneas de ese libro se escuchaba la centenaria voz del universo agrario mexicano.
Hoy La cristiada circula en su vigésima edición y es un clásico de la historia universal. Se lee o se habla de él y de su autor en toda universidad o casa de estudios donde se enseñe historia de México, historia de las religiones o historia en su sentido más esencial. El joven francés que lo escribió después de recorrer, muchas veces a pie, los caminos de México, en ocasiones con sus hijos Reynaldo y Ricardo, es hoy un historiador pleno en su madurez que lo mismo ha escrito sobre problemas agrarios y movimientos campesinos, que sobre las revueltas de Manuel Lozada en Nayarit, sobre la Revolución Mexicana, el sinarquismo, la historia de los cristianos en América Latina, el campesino en la historia rusa y soviética, Miguel Hidalgo, Calleja y la Independencia de México, Plutarco Elías Calles, Samuel Ruiz, el Papa de Iván El Terrible, Óscar Arnulfo Romero, el celibato sacerdotal, Rusia y sus imperios, la controversia entre las iglesias católica y ortodoxa, la fábula del crimen ritual y el antisemitismo europeo, y sobre mil y un historias de pueblos y regiones de México.
Con un estilo ponderado que le hace honor a la más alta historiografía francesa, nada le es ajeno a Jean Meyer. Fundó instituciones para investigar desde Francia y desde México la vida y la historia de la cultura mexicana. Creó la revista Istor de historia internacional y goza impartiendo clases a los más jóvenes –son los espacios de su tiempo que más defiende– en los centros de investigación y de enseñanza. Entendió como nadie la pregunta de Octavio Paz en su Itinerario: ¿dónde termina México y comienza el mundo?, ¿cómo distinguir, en el tejido vivo de la actualidad, entre el pasado y el presente, entre lo que fue, lo que es y lo que está siendo?
En cada página de su obra los lectores podemos vislumbrar su espíritu, su energía. Pero en dos de entre sus libros me parece que lo podemos mirar en todo ese esplendor tan suyo, cargado de sabiduría y de humildad. El primero es Egohistorias, donde con base en su amorosa curiosidad honra a la historia mexicana invitando a hablar a sus grandes maestros en una especie de biografía colectiva basada en la narración de la historia personal. Así suma, por el amor a la historia, las autobiografías de Antonio Alatorre, Luis González, Miguel León Portilla, Alfredo López Austin. Edmundo O’Gorman, Octavio Paz, Luis Villoro y Silvio Zavala. En el fondo busca descubrir en todos ellos una certeza que, a sus ojos, los une: la bella escritura pide un espíritu alegre para su ejecución.
El segundo es Yo, el francés donde, en una historia de la intervención francesa contada en primera persona a través de las cartas y las biografías de los soldados del ejército invasor, nos muestra el sinsentido de la guerra –de todas las guerras–, las necesidades de los Estados francés y mexicano y el poco discernimiento con el que sus gobernantes las enfrentaron en ese tiempo –y con el que lo hacen casi siempre– y, sobre todo, nos enseña cómo se puede hacer un libro heterodoxo siendo absolutamente clásico.
Hoy lo sé. Cuando Jean Meyer te recibe, su sonrisa se ilumina y convierte a su mirada en una casa que te guarece de toda oscuridad. El arte de su conversación te envuelve de inmediato en un manto cálido que hecha raíces y puede explicar el mundo. Y cuando cruzas el umbral de la casa que construyó con Beatriz Rojas, el universo se convierte en un hogar donde con sus hijos Pablo, Matías y Marina, sea en Zamora, en Perpignan o en la ciudad de México, uno se siente colmado de sabores y saberes. Hoy son legión quienes lo saben en suelo francés o mexicano. Hoy con champaña te expreso: ¡a la tienne Jean!, con mezcal te digo: ¡salud Juanito! Y con el corazón te brindo: ¡muchas gracias Jean Meyer!
Twitter: cesar_moheno