n la tierra de la mantarraya
las cosas ocurrían a su modo
y nosotros, marineros acostumbrados
a la fatalidad
sabíamos que no había nada que hacer.
El capitán estaba hechizado,
así lo veíamos nosotros, hombres simples,
hombres de mar. La mantarraya
en el puerto bramaba,
abría sus anchas faldas
al viento del agua
cuando lo despedía al verlo embarcar.
Era lo más parecido a una sirena.
Le cantaba con una voz tan dulcísima
que dolía el pecho,
le decía si yo fuera tu amiga
te cargaría el equipaje hasta cubierta,
te despediría con bendiciones
pidiéndole al océano que te cuide,
que me perdone.
Sería el mascarón de tu proa,
te guiaría en la niebla y la tormenta.
Mis faldas serían tus velas
y tus mástiles mis piernas.
Te serviría el vino en tu lecho,
gobernaría para ti los cursos de la marea.
Remendaría las redes rotas, guardaría tu casa,
tus llaves pegadas a mi cuerpo,
la correspondencia y el puro nombre
de tu boca.
Y nosotros, señor, sabemos que una mujer
es un riesgo en los barcos.
Llámelo superstición, somos brutos señor,
pero están bien de mascarón
y hasta de nombre,
Mantarraya,
pero no de velamen
y menos de…
La nube eterna en las sienes
del capitán. Como si ella
viniera a bordo y lo que le canta en el muelle
sucediera. En horas tranquilas, balaceándonos
en cualquier latitud de altamar,
esperando sólo el paso del tiempo,
ganándoselo a la espera de nuestra cosecha
con prácticas gimnásticas
y juegos de azar,
el capitán conversaba,
desgranaba despacio, como un condenado,
las coordenadas de su pasión.
Y es que sí, señor,
pero quién tuviera una mantarraya.
Con una enamorada así,
hombres simples como nosotros
no sabríamos qué hacer.
El capitán tampoco supo.
Estaba atrapado en las alas
de la mantarraya.
(Homenaje a Nan Vernon)