ué presiones debe soportar un cineasta para aceptar ver mutilado su trabajo en su tránsito de la pantalla de cine a la televisión? La problemática de los derechos de propiedad intelectual relacionados con una obra cinematográfica es algo a menudo soslayado en nuestras sociedades. Sin embargo, todos los cinéfilos han sido alguna vez testigos de los efectos desagradables que conlleva la violación continua de esos derechos.
El realizador español Carlos Benpar aborda en dos documentales recientes, Cineastas contra magnates (2002-04) y Cineastas en acción (2006-07), ganadores ambos de premios Goya en España, los aspectos esenciales del debate.
En su paso al medio audiovisual, muchas películas pierden buena parte de su factura y de su intención primera. Por razones mercantiles las televisoras suelen alterar los formatos originales y con ello se mutila la composición del encuadre, se desaparecen partes de un paisaje o de un personaje, cuya figura aparece incompleta o arbitrariamente recortada. Peor aún: con el propósito de ajustar los tiempos de la película a los del huésped televisivo, y dar así cabida holgada a los mensajes publicitarios, se llega a suprimir uno o dos de los 10 rollos originales, afectando la continuidad de la trama y, por supuesto, su lógica narrativa.
Dulce noviembre (1968), de Robert Ellis Miller, por ejemplo, inicia como una comedia y a la mitad de su argumento se transforma en un drama muy intenso por una revelación contenida en el cuarto rollo. Al suprimir la televisora ese fragmento, el espectador asiste al drama sin comprender, porque el primer tono ligero tuvo que virar a una resolución casi trágica. Situaciones de absurdo semejante abundan en los dos documentales de Carlos Benpar.
También el ritmo de las películas se ve interrumpido por la inclusión de comerciales, o distraída la atención del espectador en momentos culminantes de la trama por un cintillo publicitario que desfila imperturbable al pie de la imagen, o por el logo de la televisora que invade el firmamento o se posa, como adorno impertinente, sobre la cabellera de la protagonista. A esto hay que añadir los despropósitos del doblaje –fuente de equívocos, manipulaciones dolosas, censuras morales y humor involuntario–, cuya popularidad en algunos países europeos sólo habla de una gran pereza intelectual, desdén por las voces originales de los actores y una pésima educación en materia de apreciación sonora. Godard señalaba a Bertolucci: Los italianos no conocen el cine hablado, sólo el cine doblado
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¿El origen de estos problemas? La desprotección jurídica del realizador de cine que acepta vender los derechos de propiedad intelectual de su obra a las firmas productoras, las que a su vez negocian con las grandes compañías distribuidoras la mutilación conveniente de una cinta sin que pueda el autor detener el atropello.
Un ejemplo, entre muchos: Superman III, de Richard Lester, de duración original de dos horas, debe recuperar metraje previamente desechado e incluirlo, como sea, en la nueva versión de tres horas que ahora requieren las distribuidoras. O el viejo afán de rentabilidad de un magnate, Ted Turner, empeñado en dar modernidad y una nueva vida a colores
a clásicos en blanco y negro, como El halcón maltés, de John Huston, o El ciudadano Kane, de Orson Welles, quien habría protestado: No permitan que Ted desdibuje mi película con sus crayones
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Esta situación se vive de modo diferente en Europa, donde los cineastas se organizan y presentan a mediados de los años 80 una declaratoria de defensa de los de- rechos morales del cineasta, a quien crecientemente se considera como autor pleno de su obra.
Hablan al respecto Thomas Vinterberg, Bernardo Bertolucci, Claude Chabrol, Arthur Penn, Bigas Lunas, Woody Allen, Ingmar Bergman, entre varios otros, cineastas todos en acción contra el propósito cada vez más claro de modificar los formatos según convenga a su aprovechamiento mercantil en televisión o video, de instaurar un nuevo tipo de censura, más perfeccionada y engañosa, con los procesos de digitalización disponibles y por medio de nuevas compañías con nombres muy elocuentes, Movie Mask o Clean Flics. Borrar o enmascarar la realidad, limpiar de todo contenido incómodo a las realizaciones en su tránsito a una distribución masiva. Woody Allen denuncia en este vandalismo triunfante una nueva cruzada de fanatismo religioso
y fascismo político
que no se atreve a decir su nombre.
Carlos Benpar muestra en sus dos documentales las posturas críticas de cineastas deseosos de restituirle al cine una vocación artística similar a la de la literatura y las artes plásticas, para así defender mejor los derechos morales de los realizadores. Y concluye citando con malicia al poeta Paul Valéry: El futuro ya no es lo que era
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Cineastas contra magnates, 18 horas; Cineastas en acción, 20:30 horas. Sala 7, Alejandro Galindo. Cineteca Nacional.
Twitter: @CarlosBonfil1