no de los cuadros que considero de mayor interés es el magistral retrato post mortem de Luis Donaldo Colosio, realizado por Arturo Rivera en 1994.
El cuadro es, como tal, técnicamente impecable y realista, como estremecedores son los demás elementos fantásticos, emblemas espectrales, signos y formas que dan cuerpo al complicado conjunto de la obra. No es necesario decir que un retratista de la época actual dispone de muchos materiales de referencia visual fidedigna para pintar la imagen de una persona desaparecida (sobre todo si ha sido ella una figura pública, como es el caso), pero tal facilidad no proporciona sino ventajas mecánicas al artista, que debe resolver en el lienzo los dilemas de concepción, de estilo, de atmósfera y presencia que plantea el retrato de todo sujeto particular.
Picasso, para dar un ejemplo histórico, dibujó un imponente rostro de César Vallejo, al que no había conocido en vida, sólo con unas cuantas amarillentas fotografías del poeta, entre ellas una reproducción, impresa en algún diario, de su cuerpo en el lecho de muerte.
En el cuadro de Arturo Rivera que aquí comentamos se descubre casi de perfil la imagen de Luis Donaldo Colosio, retratado con naturalidad, la propiedad y la destreza que distinguen la vasta y reconocida obra del pintor, que jamás se conforma en los retratos con limitarse a captar escueta y fielmente la expresión más característica y los rasgos faciales inequívocos de su modelo. Además de realizar un retrato de factura ejemplar, el pintor habla
dentro del cuadro, como hacían con mucha frecuencia los renacentistas y sus predecesores, de otros temas, objetos, paisajes o ideas que al artista le parecen relacionados íntimamente con el mundo y la vida y el tiempo particularísimo de su personaje. Eso hacían los flamencos de la generación de Van der Weyden o de Van Eyck, que acompañaban al retrato de un hombre o una familia, multitud de referencias, que son para nosotros invaluables noticias de la época: la mentalidad, las circunstancias, las costumbres de los personajes inmortalizados en esas tablas y telas: tapices, telares, bronces, lámparas, inscripciones en la tierra y la lengua del lugar, adornos, libros, instrumentos de medición, muebles, cortinajes, etcétera. En suma, hay en esos cuadros, junto a los sujetos centrales, una relación minuciosa e innumerable (por algo se llamó miniaturismo) de las cosas que nos sirven hoy para entender y situar el ambiente en que esos personajes vivían.
También, a veces, con sólo colocar al descuido un espejo cóncavo, cierta esfera cristalina, en los que se reflejan deformadas las imágenes de una habitación o terraza, el pintor nos habla de su idea del arte mismo, y de la perfección y la pericia que le daban el derecho a sentarse entre los mayores. Con la obra probaba el ejercicio de su arte y, además, marginalmente, exponía los principios de su doctrina pictórica.
No deben por eso aterrarse, ni desconcertarse, los espectadores de los retratos de Arturo Rivera, especialmente quienes contemplen este cuadro del absurda y violentamente desaparecido candidato presidencial Luis Donaldo Colosio. En el cuadro hay, de por sí, una referencia onírica, simbólica, artística, claro está, a la conmoción nacional que produjo hace unos años el brutal atentado contra el político mexicano.
Arturo Rivera, especie de nuevo pintor mexicano-flamenco, es un artista culto y complejo (todo gran artista es complejo, aunque no siempre sea culto), y también habla en sus cuadros de su estética, de sus convicciones y obsesiones técnicas, del mundo que lo rodea a él y a los personajes contemporáneos que retrata.
Obsérvese en cambio la admirable exactitud de trazo, diseño y perspectiva clásicas que representa en la parte inferior del retrato la doble tabla del cuadrado áureo, en el que destacan las figuras de la bestezuela nonata, que sangra unida a su mortal reflejo, sobre el frío perfil del esquema geométrico en que el pintor expone con oscuro humor la estructura del anclaje de la sección áurea I y la sección áurea II
para proceder a la erudita noticia sobre Leonardo da Pisa o Leonardo Fibonacci, matemático y geómetra genial del siglo XII, que conmovió con sus libros a la Edad Media entera. De su Libro del ábaco (Liber Abaci, 1202) surge el movimiento que lleva a Europa a la adopción de la escritura numérica hindú-arábiga, y con él se transforman las ideas de matemáticos medievales, que ven resueltos problemas como la hoy conocida secuencia Fibonacci: 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, etcétera, a la que se refiere en su inscripción Arturo Rivera, y en la que cada número es la suma de los dos anteriores.
Y de esa abstracta especulación matemática y geométrica surgirán las doctrinas que marcan el carácter de la composición arquitectónica y pictórica de los grandes artistas del Renacimiento, desde Durero y Da Vinci, a los pintores del siglo XX. La relación existente entre dos dimensiones (o números) en que: el mayor sea el menos, como la suma de ambos sea al mayor
es la herencia teórica de Fibonacci a la norma de la divina proportione (Luca Paciolli la llamará así en su libro del siglo XVI) y al principio de la sección áurea, con el que Arturo Rivera nos ilustra en esa cinco líneas manuscritas de esta obra pictórica, diseñada ella misma conforme al tenor de esos casi milenarios preceptos con los que aún jugaba en su modulor de los años 1961 el arquitecto galo Le Corbusier.
Arturo Rivera sabe, como los renacentistas, que la pintura no es una ciencia, pero que tras todo verdadero pintor, junto al carcajo de los pinceles y las espátulas, hay un arsenal de conocimiento y de instrumentos científicos e históricos.
Así lo prueba este admirable retrato de Luis Donaldo Colosio, en cuyo centro se halla geométricamente trazado, a la Fibonacci, ese delgado mástil ominoso, cuyo insinuado remate mortuorio se pierde en la negrura de la parte superior del cuadro.