ras la elección del papa Francisco se han comenzado a difundir análisis sobre hacia dónde se orientará el pontificado del nuevo obispo de Roma. Sobre todo los vaticanólogos, y entre ellos una subespecie que bien podemos llamar la de los papólogos (estudiosos y especialistas en la vida y pensamientos de los papas), ya están haciendo proyecciones a partir de algunos gestos, pocas palabras y leves acciones de Francisco. No sería extraño que, como sucede a menudo, sean los expertos los primeros en equivocarse, como se equivocaron en pronosticar al sucesor de Benedicto XVI, y fallen igualmente acerca del perfil que en su política eclesiástica imprima Francisco.
Es claro que la Iglesia católica está urgida de cambios y reformas. En esto hay coincidencia entre especialistas y la opinión pública, sea católica o no. Donde comienzan a presentarse brechas es en la naturaleza de los cambios a realizar. Con razón se expresan quienes demandan que la Iglesia católica se incline decididamente por reorganizarse para preservar y potenciar el carisma (un ethos más cercano al evangelio), y se deslinde del poder en sus versiones políticas y económicas que la han llevado a marginar las necesidades pastorales de su feligresía.
Las prácticas eclesiásticas copulares que se revigorizaron con Juan Pablo II y Benedicto XVI, que tan certeramente criticó en su momento Hans Küng, conformaron colegios cardenalicios cuyos integrantes prácticamente en su totalidad poseen el mismo perfil conservador y reacio a una mayor horizontalidad de la institución. Esto, para los partidarios de que la Iglesia católica se abra a vientos renovadores, tiene que sustituirse por mayor participación de los feligreses y sus organizaciones en la postulación de clérigos cuyos antecedentes puedan de alguna manera garantizar mejor servicio al pueblo católico.
Los interesados e interesadas en el saneamiento de la Iglesia católica apuntan, con sobrada preocupación, a la urgencia de desmantelar las redes pederastas protegidas por obispos, arzobispos y cardenales. Porque el tema de los abusos sexuales clericales perpetrados contra infantes y adolescentes, en los países donde han tenido lugar de forma continuada, no es cuestión de unos cuantos abusadores solitarios, sino de estructuras verticalistas y conspicuos clérigos que protegen a los delincuentes sexuales con el argumento de que lo hacen para salvaguardar a la institución del descrédito y los ataques de sus críticos y adversarios.
En el mismo sentido renovador van las propuestas de quienes ante las evidencias negativas proponen aperturas en el acceso al sacerdocio. Por todo el mundo es constatable que el clero católico envejece y no se vislumbran sustitutos jóvenes en la cantidad necesaria. Calculan, tal vez con razón, que si deja de ser exigible el celibato para los sacerdotes y se permite la ordenación de clérigos casados, entonces podrían crecer de manera importante las vocaciones sacerdotales. Necesariamente, opinan los propulsores de que la ordenación ya no sea vedada a los sacerdotes casados, Francisco tendrá que mostrarse caritativo en el tema y abrir el ministerio a quienes se les ha cerrado la puerta.
La información existente y que ha trascendido sobre turbios manejos financieros del Vaticano, así como su participación con inversionistas especialistas en la especulación, ya tiene larga data. Desde los años en que estuvo al frente del Instituto para las Obras Religiosas (Banco Vaticano) el obispo Paul Marcinkus, que dirigió esa institución de 1971 a 1989, tejió relaciones peligrosas que de manera inercial continuaron con sus sucesores. Es posible que el tema de la prosperidad económica de que goza el Vaticano y las formas en que ha llegado a ella sea un punto candente que le explote al nuevo Papa. La cercanía al poder económico difícilmente es compatible con la pretensión de las cúpulas clericales de mantener níveas sus sotanas.
La austeridad personal del papa Francisco puede ser encomiable. Contrasta con los extravagantes lujos de la mayoría de quienes lo eligieron. La sencillez mostrada por él en los actos que ha presidido tal vez incomode a los obispos, arzobispos y cardenales que tienen a su servicio séquitos que les cumplen sus antojos y excéntricos gustos. Proyectar de la austeridad y sencillez de Francisco un porvenir para la Iglesia católica orientado hacia el servicio de los más necesitados es, me parece, un cálculo un tanto cándido a estas alturas. Habrá que ver si esas características personales del nuevo Papa se transforman en políticas institucionales o solamente quedan en meros rasgos que no trascienden al conjunto de la institución que preside.
Es muy temprano para hacer comentarios sustanciales a partir de una declaración papal. Hay que esperar a ver políticas eclesiásticas concretas que, por ejemplo, den fondo y forma a la declaración del papa Francisco hecha el sábado en su primera audiencia con periodistas: Queremos una Iglesia pobre, para los pobres
. Las anteriores palabras suenan bien, nada más que, como no se trata de acuñar consignas ingeniosas sino de acciones concretas, será durante el tiempo que dure Francisco en el cargo para el cual fue elegido donde se verá si su declaración se vierte en hechos comprobables.
Por su historia ministerial en Argentina difícilmente puede esperarse que Francisco abra las ventanas y las puertas de la Iglesia católica. No tiene mucho tiempo para hacerlo. Primero tendría que mostrar voluntad y después la fuerza para airear las anquilosadas estructuras que le han sido confiadas. ¿Estará dispuesto a emprender la tarea?