Opinión
Ver día anteriorDomingo 17 de marzo de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Maestro
A

pesar de haber atravesado sin pena ni gloria por la máxima premiación hollywoodense, El maestro (The master), cinta más reciente del estadunidense Paul Thomas Anderson, tiene en su favor las actuaciones contundentes de Philip Seymour Hoffman, Joaquin Phoenix y Amy Adams, una estupenda selección musical de Jonny Greenwood (con melodías románticas de los años 50, Ella Fitzgerald o Duke Ellington –algo que apenas puede sorprender en el melómano realizador de Embriagado de amor/Punch-Drunk love), y una fotografía del rumano Mihai Malaimare Jr., notable en su registro de atmósferas de los años 50.

Con todo esto, el problema principal de la película, lo que le impide situarse en la intensidad dramática de, digamos, Petróleo sangriento (There will be blood), también de Anderson, es el manejo errático de su trama, demasiado prometedora y sugerente en su primera parte, sobradamente reiterativa y anticlimática en su desarrollo final.

Un veterano de la Segunda Guerra Mundial, el infumable Freddie Quell (certeramente interpretado por el también infumable Joaquin Phoenix), distribuye y asesta a diestra y siniestra las impertinencias y pueriles provocaciones de su temperamento volátil. Es un ex marine con un serio daño sicológico, síndrome postraumático, saldo de breves combates militares y largas batallas interiores. También es un maniático sexual o alguien lo suficientemente perverso u ocioso para hacerse pasar por tal.

A su regreso a Estados Unidos acepta trabajos diversos, como fotógrafo en una tienda departamental o recolector agrícola en un campo de hortalizas, y se muestra tan esquizofrénico e irascible en el primero como inestable en el segundo, a la par de sus conquistas amorosas a las que utiliza y desecha una vez consumada la consabida cosa. Las primeras secuencias de El maestro son ágiles, atractivas y exasperantes, a semejanza del protagonista mismo, cuya crónica de disipación física y moral elaboran de modo atinado.

El encuentro fortuito de este personaje malhumorado –monumental ego a la deriva– con otro personaje estrafalario, Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), líder de una secta filosófica y también escritor, doctor, teórico filósofo y físico nuclear, abre grandes las puertas en la cinta para lo que pudiera ser una sátira social sobre los fanatismos y la sabiduría chatarra o sobre las relaciones de poder, donde una mente manipuladora retuerce con malicia la voluntad endeble de sus seguidores. Y algo hay de todo esto, pero en registros algo bajos y apagados, como si el espectáculo central debiera ser la larga confrontación de dos vanidades excéntricas, con el director Paul Thomas Anderson como testigo pasmado, mero convidado de piedra.

Se pueden detectar con facilidad alusiones a uno de los mayores autores bestseller de nuestro tiempo, Ronald Hubbard, fundador de la Dianética y su noción de una mente curativa todopoderosa, pero la cinta elige ir más allá de esta anécdota pintoresca y procura, con trazos algo gruesos, la descripción de un clan de iluminados dispuestos a seguir al maestro en sus diversas y muy caprichosas etapas de superación mental, pasando de la introspección individual, que identifica episodios traumáticos de la infancia, para explicar así los derroteros de esta vida y los misterios de la siguiente. Sin embargo, no serán pocos los espectadores que quedarán tan perplejos en la dilucidación de esos enigmas, como la propia discípula Helen Sullivan (Laura Dern), incapaz de entender la lógica detrás de tanta charlatanería.

Queda como apunte sugerente y atractivo la relación del improvisado discípulo Freddie Quell con el agotado maestro de las manipulaciones teosóficas, Lancaster Dodd. Se trata de una inextricable dependencia mutua, acentuada por el alcohol y los brebajes estimulantes que improvisa el joven Freddie, contrariado también por el recelo de la mujer de Dodd (Amy Adams), incapaz de tolerar la suma de dos grandes farsantes bajo un mismo techo.

Paul Thomas Anderson explora esta relación compleja que anula la vieja dialéctica del amo y el esclavo en beneficio de una simple complicidad en la vulgaridad y la medianía intelectual. No hay verdadero drama complejo digno de consignar en esta trama inocua, y sí mucha vociferación y aspavientos en torno a un fenómeno de manipulación masiva analizado sólo a medias.

En su aproximación al tema de la industria de la charlatanería, El maestro no consigue ser el equivalente de ese fresco social que el propio Anderson propuso en Juegos de placer (Boogie nights, 1997) para evocar la industria pornográfica en los años 60.

La película se sostiene, y holgadamente, como un estupendo estudio de personajes, bien calibrados cada uno y de construcción dramática impecable, extraviados un tanto sin embargo en una trama ambiciosa que deja tantos cabos sueltos como promesas incumplidas.

En la Cineteca Nacional, sala 2, 15 y 21 horas.

Twitter: @CarlosBonfil1