e separo de los temas que habitualmente toco, relacionados casi siempre con la democracia, la defensa de la soberanía nacional y opiniones sobre los criterios para combatir la inseguridad y la delincuencia. Incursiono en un tópico que no ha sido el mío, pero que he seguido siempre con interés y que especialmente hoy no puedo soslayar.
Me refiero a la renuncia del papa Benedicto XVI al más alto cargo en la Iglesia católica que es a la que pertenezco, sin mérito personal pero con agradecimiento. La renuncia me causó, como a todos, una conmoción profunda. Consternó a la sociedad globalizada de nuestros días, a católicos y no católicos, pero luego, algo se aclaró.
El Papa, todavía en el ejercicio de su cargo y a pocos días de separarse de él, en una de sus últimas intervenciones públicas, señaló como una debilidad o un vicio que agobia al mundo, pero también a la Iglesia, el de la hipocresía; en mi opinión, mostró con su advertencia la razón profunda de su determinación, dio una pista y abrió una rendija a la inquietud generalizada.
La hipocresía es el fingimiento de cualidades o sentimientos; en el fondo se trata de una falsedad. Consiste en aparentar lo que no se es, en ostentar alguna virtud o cualidad que no se tiene pero que se pretende como propia.
La Iglesia pretende como algo esencial en su presencia y acción en la historia; seguir las enseñanzas de su fundador, que resumió para sus discípulos, que fueron sus contemporáneos y amigos, y para sus seguidores a través de los tiempos, en dos mandamientos, que son amar a Dios y al prójimo, Esta última exigencia se multiplica en todas las acciones posibles de nuestra vida de relación con los demás; sea lo que sea lo que hagamos o sea cual sea nuestro papel en la sociedad, estamos permanentemente ante la disyuntiva de cumplir o de incumplir el mandato.
Esta constante exigencia de actuar en favor y servicio de nuestros semejantes es individual, pero se refiere también a las instituciones de la que formamos parte. Cada una de ellas, la familia, la ciudad, el Estado, las asociaciones profesionales, las económicas, todas están frente a la disyuntiva de servir o de servirse, de cumplir con el precepto que exige amor a los demás o poner por encima el interés individual y el egoísmo.
La Iglesia misma tiene constantemente frente a sí esa exigencia y con más razón que las demás organizaciones, porque se asume como la heredera directa de Cristo y más aún, como parte de Él mismo por la convicción según la cual la Iglesia constituye el cuerpo místico de Jesús; la verdad es que por lo general, y a través de los siglos, su papel ha pretendido ser fiel al mandamiento. Hillaire Belloc, en su libro Europa y la fe, afirma que con el credo se extendieron por toda Europa la civilización romana, las artes, las técnicas, la cocina, la pintura, la escritura, la arquitectura, pero principalmente, agrega, la capacidad de pensar con claridad mayor
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Esto ha sido así, en efecto durante mucho tiempo la Iglesia enseñó a pensar; lamentablemente, la modernidad, la vida globalizada, el abandono y el desprecio generalizados a las virtudes cristianas –la modestia, la humildad, la pobreza de espíritu, el amor al prójimo, consideradas por Federico Nietzsche como contrarias al modelo de superhombre que se impuso, ser fuerte, implacable, poderoso y triunfador– han hecho que la Iglesia aparezca como fuera de lugar y anacrónica.
Para responder a esa exigencia del pensamiento actual, algunos han pretendido compaginar y combinar las virtudes cristianas con el hedonismo, con el éxito y el triunfo sobre los demás, y el fracaso no se ha hecho esperar; es evidente el declive por el que pasa esta institución formadora de culturas y de naciones, que recorre hoy un camino oscuro y cuesta abajo.
El llamado de Joseph Ratzinger todavía desde la cátedra de San Pedro adquiere importancia capital; la Iglesia, y con ella cada uno de nosotros, debe revisar el papel jugado en el mundo actual y hacer lo que ya ha hecho en otros momentos y en otras tempestades: casar su actitud externa y sus convicciones, liturgia y dogma, con una conducta social congruente; entonces, las ceremonias no parecerán fingidas ni las creencias explicaciones huecas; se compaginará la fe y la actitud externa con una conducta más allá de la apariencia y tocará el fondo de las comunidades y de las personas que las integran. Revisar con humildad y corregir, corregirnos, ése me parece que es el llamado que debemos entender.
Lo que según Belloc llevó a la Iglesia a los confines del mundo, la capacidad de pensar con claridad
, puede ser otra vez la oportunidad de la humanidad para salir del caos moral en que se encuentra, en el que prevalece por todas partes la ambición, la competencia desmedida, el egoísmo y el desprecio por los demás; pensar y actuar serán acciones congruentes, y el llamado del Papa que renunció a su cargo puede tener el valor de una campanada que nos avisa de un cambio de fondo.