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El nuevo viejo PRI
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Los ex dirigentes del PRI Jorge de la Vega Domínguez, Humberto Roque Villanueva, Gustavo Carvajal Moreno y Mariano Palacios Alcocer, durante la ceremonia por el 84 aniversario del tricolor, celebrada el pasado 4 de marzoFoto María Meléndrez Parada
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l PRI ha sido siempre, desde su fundación en 1929 y su refundación, en 1938, un partido de Estado, hecho desde el Estado y para servir como un instrumento en manos del Estado en el gobierno de la sociedad. Nunca se ha parecido a lo que son los verdaderos partidos: organizaciones de ciudadanos, fundadas por ellos y manejadas por ellos mismos con la finalidad, eso sí, de alcanzar mediante elecciones el poder del Estado. El PRI nunca ha sido una organización ciudadana independiente del Estado, ni siquiera en el interludio panista en la Presidencia de la República, cuando los gobernadores priístas llenaron el vacío del presidente.

Desde sus inicios, el PRI no fue, como cualquier partido, un organismo que se fijara como objetivo la conquista del poder o su conservación una vez obtenido. Este partido oficial fue una maquinaria de control, primero de los grupos revolucionarios (cada uno con su propio partido) que hacían reinar la anarquía y el desorden en el control de la sociedad y, después, de las masas organizadas (obreros, campesinos y sectores populares de diversa índole) que eran el sostén del consenso social en el que se apoyaba el Estado de la revolución. Nunca funcionó como una maquinaria electoral independiente. Su control de la sociedad residía en la administración de los diferentes intereses agrupados y representados en él.

La era de las grandes organizaciones de masas se dio a todo lo largo del siglo XX después de 1938. Como maquinaria electoral, por supuesto, jugó un rol importantísimo en la política nacional. Pero su desempeño no era el de un partido, sino el de una corporación burocrática de control de la sociedad. El presidente palomeaba los puestos de elección popular o designaba en decisiones de hecho (sin ninguna atribución legal) a los dirigentes y administradores del partido. Su función era arrasar con los puestos electorales en disputa y presentarlos como muestra del enorme consenso del que gozaba el gobierno priísta.

En toda una época se le llegó a considerar como uno de los tres pilares fundamentales del Estado mexicano (los otros eran la Presidencia y el Ejército) y hay que decir que el Estado, en efecto, no se habría desarrollado como lo hizo durante 40 a años (hasta los 80) sin la acción de este partido. Después de López Portillo (1976-1982) pudo verse que los presidentes antiestatistas y proempresariales dejaron cada vez más de saber exactamente qué hacer con el partido que, muchas veces, les pareció más un estorbo que una maquinaria de poder, cosa que nunca dejó de ser.

Hasta 1987, año en que se escindió la Corriente Democrática encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas, el partido había venido siendo, sin lugar a dudas, un teatro permanente de luchas de carácter ideológico, en el que, como en los viejos tiempos de la política, se representaban su derecha, su centro y su izquierda. Eso también estorbaba a los presidentes: generalmente, su punto de apoyo era el centro partidista para contrarrestar posiciones extremas de derecha o de izquierda. Una vez que la izquierda desapareció como actora importante en la lucha interna, el partido perdió su carácter de foro de intercambio ideológico y se despeñó sin obstáculos hacia abiertas posiciones de derecha, tanto, que llegaron a confundirse con las del PAN.

Jesús Reyes Heroles veía en el PRI un punto de apoyo para el Estado porque seguía prevaleciendo como una base real de poder. Lo que resiste apoya, solía decir (hace poco más de 180 años, Stendhal formuló la idea del siguiente modo: “On ne s’appuie que sur ce qui résiste”Uno no se apoya sino sobre lo que resiste–, subr. por el autor, Le rouge et le noir, en Romans, La Pléiade, París, 1932, t. I, p. 268). Paradójicamente, en la medida en que el PRI se derechizaba y se desideologizaba, dejaba de ser esa base de apoyo esencial para el Estado. La trágica muerte de Luis Donaldo Colosio fue indicativa de que en el PRI ya no se podían dirimir diferencias si no era a base de conflictos de gran peligro.

La sana distancia de Zedillo fue señal, a su vez, de que el presidente ya no necesitaba al partidazo para gobernar. Así lo hizo y perdió la Presidencia. Los candidatos priístas dejaron de tener el arrastre que los había caracterizado. Antes, el partido les creaba un carisma especial que correspondía a su pujanza política y electoral. El partido ya no servía para eso, ya no era el factor que decidía las contiendas. Su cúpula dirigente ya no confiaba en él y se entregó a otros factores reales de poder que, lo mismo que en el PAN, eran los que decidían quién ganaba y quiénes perdían.

Enrique Peña Nieto en la Presidencia dice que quiere un nuevo PRI. Ha estado trabajando por él desde que era gobernador del estado de México. Un PRI depurado de viejos vicios antiautoritarios y de costosa demagogia que ya no va de acuerdo con los tiempos del capitalismo salvaje. Un PRI que pueda ser de nuevo esa gran maquinaria de poder que fue antes, sin discordias internas ni rejuegos ideológicos pasados de moda. Un PRI sin corrientes internas opuestas antagónicamente. Uno que vuelva a ser el dúctil instrumento en manos del presidente y que pueda responderle sin reservas. Pues ése es el PRI que acaba de nacer en su reciente Asamblea Nacional.

Se trata de un PRI liberado de viejas ataduras ideológicas. No sólo se trata de que podrá apoyar al presidente en su intención manifiesta de elevar el IVA y aplicarlo, además, a medicinas y alimentos (su bandera antipanista) o de abrir la industria petrolera cada vez más a los intereses privados. Se trata del viejo PRI, pero ahora abiertamente derechista, que servirá fielmente a la política igualmente derechista de su primer mandatario. El objetivo es volverlo a convertir en una maquinaria de poder presidencial que apoye en todo, específicamente, desde las cámaras del Congreso de la Unión, las iniciativas y la política general de desarrollo del gobierno priísta.

El hecho, inédito hasta ahora, de que el presidente formará parte de sus más altos órganos de dirección (el Consejo Político Nacional y la Comisión Política Permanente), aunque sin tener la jefatura formal, que seguirá en manos de Camacho, tiene el objetivo de imponer una visión única de los problemas que es la del propio mandatario. Ya podemos imaginarnos quién podrá ya no digamos contrariar o contradecir lo que el presidente proponga, sino plantear un punto de vista diferente. Su misma presencia será ya un obstáculo para una verdadera discusión y para la manifestación libre de las ideas.

Por supuesto, no se trata de una vuelta al pasado ni, mucho menos, de una copia del pasado; el pasado no se repite. Lo que estamos presenciando es la reproducción de un modo de dominación, el del presidencialismo autoritario, en el que, en las condiciones actuales, lo que menor significado tiene es, justo, el partido. Éste seguirá siendo una maquinaria electoral y parlamentaria en manos del presidente, pero será sólo un instrumento, sin autonomía, sin vida propia ni intereses propios. La presencia del presidente en sus filas lo garantizará de modo férreo y eso se verá muy pronto.