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Todas las caras del cardenal
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egún algunos analistas, el arzobispo de Tegucigalpa, el cardenal Óscar Rodríguez Maradiaga, mencionado como uno de los papabiles, es conservador en aspectos de fe, pero progresista en lo social. No hay polémica alguna respecto de la primera característica; pero la segunda no aguanta la prueba de los hechos.

Hoy sus chances parecen menores que en 2005, cuando el cónclave pasado había elegido a Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, quien acaba de abdicar; pero decir que Rodríguez Maradiaga representaría una alternativa renovadora, más que un reflejo de sus propios méritos, sería un indicio de la gravedad de la crisis de la Iglesia.

Se dio a conocer más en 1998, al involucrarse en la ayuda para su patria devastada por el huracán y en la campaña por la condonación de la deuda externa de Honduras y otros países del Sur. Criticaba las instituciones financieras, fustigaba la pobreza como el más grande pecado social y llamaba a la globalización de la dignidad humana y de los derechos humanos. Todo esto le permitió mostrar una cara de un obispo de los pobres moderno; para algunos se volvió una estrella del antiglobalismo (¡sic!).

Su crítica del capitalismo se parecía a la de Juan Pablo II (que en 2001 lo nombró el primer cardenal en la historia de Honduras), pero fue su versión simplificada y mediatizada; aun así, el papa polaco lo hizo responsable de los contactos del Vaticano con el BM y el FMI. En 2007 Benedicto XVI lo puso a cargo de Caritas Internationalis.

Seguramente es un personaje con una configuración mental muy particular: con la mejor educación humanista, junto con estudios de música clásica (piano, armonía y composición), una fuerte necesidad de ascenso personal y el alma de un artista que no lo deja pasar desapercibido, aseguran quienes lo observan desde hace años.

Mientras en las últimas décadas el Vaticano marginaba a los obispos de la opción preferencial por los pobres, los funcionarios conservadores como él ascendían, persiguiendo a escala regional (por años fue pieza clave de la Celam) y local a los curas comprometidos, algo que hacía ya en los años 80. como obispo de Santa Rosa de Copán (y sigue haciendo hoy).

Eran tiempos turbulentos: la tranquilidad en Honduras que servía a Estados Unidos de base para frenar la peste del comunismo fue garantizada por un terror militar. Aunque uno podría suponer que el obispo Rodríguez había hecho algo en favor de los perseguidos, los curas de su diócesis que sí lo hacían lo acusaban de desmantelar la red de protección a los perseguidos y a los pobres montada por su predecesor, y de colaborar con el ejército. Según el padre Fausto Milla, Rodríguez Maradiaga se parecía más a un coronel sin charretera que a un pastor ( El Tiempo, 21/1/1982).

Según el Comité de Familiares de los Detenidos y Desaparecidos en Honduras (Cofadeh), cuando los familiares acudían a él en busca de ayuda o pidiendo que condenara a los represores, respondía con un silencio, actitud diametralmente opuesta a la de monseñor Óscar Arnulfo Romero (1917-1980) en El Salvador, quien no temía alzar la voz.

Así, cuando en junio de 2009 apoyó el golpe de Estado que depuso a Manuel Zelaya, no sólo mostró su vieja cara, sino también otra faceta de su carácter: la contradicción entre la necesidad del progreso personal y el odio al progreso social. El amor al orden y la aversión a los cambios fue algo que aprendió desde chiquito: su padre fue colaborador del dictador Tiburcio Carías Andino (1932-1949), quien gobernaba según el lema encierro-destierro-entierro. Cuando con Zelaya apareció la amenaza de una transformación, se asustó. Esto y haberse puesto en las mismas filas con el ejército que pisoteó la dignidad humana y los derechos humanos (algo que el cardenal quería globalizar, menos, al parecer, en Honduras...) demostró que su progresismo social era sólo una máscara.

En vez del lenguaje de los pobres, él siempre hablaba mejor el lenguaje de las élites. En vez de cerca de los desposeídos, siempre prefería estar cerca del poder (por años cobraba de la presidencia un sueldo adicional, cancelado de hecho por Zelaya).

A pesar de todo esto, como un buen compositor, usando estribillos agradables y frases vagas como su lema ¡Globalizemos la esperanza!, tan atractivo como vacío, logró crear su imagen de socialmente comprometido tocándoles a los poderosos las melodías que ya conocían y querían escuchar, y criticándolos de manera que no les incomodaba.

Para las organizaciones financieras ha sido el mejor abogado de los pobres que no cuestionaba el sistema ni las raíces estructurales de la pobreza. Las organizaciones sociales lo acusan de que al respecto de la deuda sólo retomó sus viejas demandas y que en las pláticas sobre su reducción representaba los intereses de los acreedores. Para la oligarquía siempre ha sido un socio cómodo, que jamás dirigió ni una crítica a un puñado de familias que mandan en Honduras, responsables de la pobreza y la miseria de este país.

Cuando finalmente dijo algo concreto –apoyando el golpe– la máscara cayó, revelando su verdadera cara de cardenal de los ricos; conservador en los asuntos de fe y moral, e igualmente conservador en los asuntos sociales.