Sábado 23 de febrero de 2013, p. a16
La luminosidad del sonido: un hermoso tono tintinea y asemeja en su andar la estela que deja un cometa y también la luz que descarga una estrella cuando cae.
La descripción anterior la hace Manfred Eicher (Lindau, Alemania, 9 de julio de 1943), mientras dibuja con la mano izquierda en el aire el sonido que tiembla, la estela del cometa que se incendia y el resplandor de la estrella que titila.
Una luminosidad primordial envuelve a este hombre que a punto de cumplir 70 años es, desde hace décadas, un proveedor de belleza para el mundo. Un Prometeo que convierte el sonido en luminosidad.
Pronuncia, enuncia con la misma claridad con la que suena el sonido que describe. Sus palabras las cantila en un alemán tan pulcro que parece un extranjero que acaba de aprender el idioma y se ha apropiado del lenguaje porque entiende la naturaleza del sonido: las palabras son hermosos tonos que tintinean, despliegan fulgor, emiten luz.
Habla y parece flotar en una explosión silenciosa de luz: una estancia iluminada por el resplandor de München, la ciudad alemana donde tiene su cuartel general, aunque la mayor parte del tiempo está volando, sentado en un avión; rodando, aposentado en un automóvil o en el asiento de un tren veloz, o sencillamente cuando cierra los ojos y la concentración interior lo lleva a todos los confines del mundo al mismo tiempo.
Es un hombre en la concentrada búsqueda del cómo describir la belleza. Hay quienes la escriben, otros la convierten en sonido, en materia de vario linaje. Él la registra y la reproduce: Manfred Eicher ha grabado en los 40 años recientes más música que todo el fuego que trajo Prometeo y hace felices a multitudes que se congregan en torno a un tornamesas o bien masifica ese acto íntimo de escuchar música cuando alguien piensa en la belleza y ella, en ese instante, aparece.
Es así como una persona se conecta con otra y como en un cuento de Cortázar, el mundo comunica entre sí a los cronopios cuando suena la belleza.
Manfred Eicher cierra los ojos. Su concentración irradia más luz a la estancia. La cámara captura ese momento de intimidad y muchos otros en el filme sounds and silence. Unterwegs mit Manfred Eicher y que constituye la novedad discográfica que ocupa hoy al Disquero, incendiado de asombro frente al esplendor de la belleza.
Manfred Eicher fundó en 1969 el sello discográfico ECM (Edition of Contemporary Music) y desde entonces el oficio de reseñar discos se convirtió en algo muy sencillo: cuando usted vea un disco que tiene las siglas ECM, cómprelo sin dudar, le garantizo que el contenido lo va a dejar estupefacto: la belleza.
Hay varias maneras de explicar quién es Manfred Eicher, una de ellas es la siguiente: sin él, sencillamente no conoceríamos a Keith Jarrett, ni a Jan Garbarek, ni a todo ese Olimpo de dioses de la música que antes de que Manfred Eicher colocara con ese amor de músico correctamente los micrófonos para captar los fulgores, los cometas y las estrellas que nacen cuando esos músicos hacen su trabajo, sencillamente no existirían para los millones que somos felices con este ejército de belleza entre quienes figura mi compositor favorito después de Mozart: Arvo Pärt, por cuya música –esa manera tan inequívoca de describir el esplendor de la belleza– Manfred Eicher de plano creó un subsello: ECM New Series, para grabar las partituras del compositor estonio.
Remito a un texto que publiqué en la Revista de la Universidad acerca de Manfred Eicher: http://alturl.com/9k42i para recomendar con mayor énfasis el filme que realizaron Peter Guyer y Norbert Wiedmer, quienes durante cinco años acompañaron a Manfred por el mundo cuando grabó música de Arvo Pärt en Tallin, la música de la griega Eleni Karaindrou (autora de la música de los filmes de Theo Angelopoulos) en Atenas, donde también estuvieron Jan Garbarek, Gianluigi Trovesi y Kim Kashkashian, y así en distintos puntos del orbe en un viaje interior, iniciático.
Es un filme que de tan hermoso hace llorar, como cuando en la Nikolaikirche de Tallin, la tierra natal de Arvo Pärt, graban las Zwei Wiegenlieder (Dos canciones de cuna), una de las cuales por cierto hicieron sonar esos mismos músicos en México, como pieza de regalo en sus conciertos, cuando tuvimos la dicha de conocer en persona a Arvo Pärt. En el devedé que ahora nos ocupa, luego de la concentración esforzada y una vez que todo sale bien, Arvo Pärt se pone a bailar ese ritmo de vals (en ruso: Kuss, Kuss, Halliké: hush, hush, my baby; duérmete mi niño...) con Manfred Eicher, sonrisa de niño en sus rostros, la alegría del goce de la vida y uno detrás de la lágrima que le nace en la retina observa con claridad cómo a ellos dos mientras bailan les nacen sendas alas de ángel, que en realidad las llevan puestas todo el tiempo y sólo son visibles cuando nos abrimos también de alas.
Experiencias sublimes, complementarias, opcionales: el devedé con el filme, o bien el cidí con la música para el filme.
En el primero están las vivencias de ellos, los músicos y la representación del esplendor de la belleza en sus diversas formas.
En el segundo está la verdad desnuda: la música que interpreta Keith Jarrett y luego Nik Bärtsch’s Ronin (prácticamente su sucesor estilístico), Anouar Brahem (artífice del renacimiento del oud, ese instrumento milenario que se había extinguido), Marilyn Mazur (prodigiosa, sencillamente prodigiosa), Anja Lechner y los mismísimos dioses del Olimpo musical que ha construido, mejor que el Walhala, el maestro Manfred Eicher, ese gran iluminador de las vidas de millones, ese ser humano que es capaz de describir el esplendor de la belleza, que en el momento que es pensada, aparece.
Y sonríe.