a convocatoria del gobierno a una cruzada contra el hambre ha corrido con poca fortuna en el planeta mediático. Muchos estudiosos tampoco han querido darle el lugar que debería tener en la reflexión y el debate sobre la realidad social, y parecen haber preferido reprobar, sin más, la propuesta gubernamental destacando la debilidad del diagnóstico o las dificultades que, de entrada, plantea una trama institucional que no está hecha para cruzadas como la propuesta por el gobierno.
No se necesita de mucho cacumen para admitir que el diagnóstico está cojo y que las agencias estatales no son las idóneas para desatar una acción institucional y colectiva como la requerida. En ambos planos hay mucho que hacer, sobre todo si lo que se busca es arribar a una sintonía virtuosa entre la eficacia y la eficiencia.
Sin embargo, la crítica debería partir del reconocimiento del valor político que tiene que un gobierno mexicano admita que en el país no sólo hay pobres y muchos, como desde hace años consigna con precisión la contabilidad oficial, sino, además, millones de mexicanos que por su propia pobreza de ingresos o la precariedad institucional vinculada a la provisión oportuna del abasto, sufren hambre y no sólo una noche de tormenta.
Que el gobierno de una sociedad cuya economía se ubica en los primeros 15 lugares del mundo confiese que millones de sus ciudadanos tienen hambre, debería ser motivo de general consternación y desatar un debate de fondo en los espacios formales de la política, los medios informativos, la academia y la parroquia. Pero no ha sido así, lo que no revela la profundidad de la cuestión social contemporánea mexicana, así como la enorme dificultad que entraña encarar el reto del hambre en México, para no hablar del de la pobreza masiva y la desigualdad encanijada que nos caracterizan.
La cúpula social, fortificada en sus creencias y convicciones, opta por la cumbre del consumo y la celebración de la riqueza y ofrece al resto la esperanza. Poco que ofrecer, pero mucho que defender en las actuales circunstancias del mundo y sus alrededores.
Los pobres necesitan voz para hacerse oír por los que no lo son; uno de los factores más decisivos del mantenimiento de la pobreza es la opacidad de dicha circunstancia, su desnaturalización y distorsión, junto con las baterías dizque intelectuales y académicas dirigidas a cuestionar o relativizar la injusticia social, hasta hacerla invisible. En una especie de paroxismo irracionalista, algunos estudiosos y no pocos acomodados, de plano la niegan y rechazan su relevancia para el conjunto de la vida social y la democracia.
Sotto voce, como manda el viejo canon de eliminar por la callada, así ha ocurrido con el hambre en México. El silencio concertado, auspiciado casi siempre desde el poder del Estado y los poderes concentrados de la economía, ahonda la falta de voz de los pobres y reduce su drama a formalismos burocráticos y presupuestales, gracias a los cuales acaba en los márgenes del debate público sobre la asignación de los recursos del Estado.
Hemos vivido así por años, a pesar de que nuestras destrezas contables y analíticas han mejorado notablemente. No hay correspondencia entre el conocimiento producido, la información documentada y el peso y atención que la sociedad políticamente activa y organizada da a la desigualdad, la pobreza y, ahora, al hambre.
En el colmo de esta negación de la realidad se ha querido concluir que, en realidad, hambre que se diga hambre no hay en México. Junto con esto, se llega a postular que los millones de pobres contabilizados por el Inegi y la Coneval lo son porque carecen de buenos y bien alineados
incentivos para abandonar cuanto antes sus dolencias. Allá van, sin brújula racional alguna, los pobres diablos que buscan consuelo en el olvido.
Hace más de un siglo, Ignacio Ramírez se preguntaba qué hacer con los pobres y lo mismo hizo mucho después la escritora Julieta Campos, empeñada en una entregada tarea de redención y superación de la pobreza en Tabasco. Ninguno de ellos quería soslayar o exorcizarlos; su pregunta los llevaba a asumir su presencia y reconocer que, sin encararla como tarea pública y del Estado, poco o nada lograrían la caridad o la filantropía.
Un país con hambre la tiene también de justicia, pero sobre todo de honestidad solidaria de quienes no la sufren. La disonancia puesta de relieve en estas primeras jornadas nos habla más bien del gran divorcio y la insensibilidad que abruman y pueden ahogar el espíritu público emergido del cambio político nacional. Una normalidad como la que esto anuncia no lleva a la democracia, sino a la simulación.