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Ver día anteriorJueves 17 de enero de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Extremos fiscales
M

e detengo en tres o cuatro extremos de la alocución del secretario de Hacienda al clausurar el Foro México 2013, con base en la transcripción verbatim disponible en el portal de la secretaría.

Hacia el final de la exposición se encuentra el primero de los que aludiré: “[…] necesitamos una reforma fiscal, una reforma que le dé al Estado mexicano en su conjunto, no sólo al gobierno federal, sino también a los estados y los municipios, la capacidad financiera de cumplir con sus obligaciones; sus obligaciones para generar educación, salud, infraestructura […] una reforma que nos dé competitividad y que sea justa, en la que quien genere más utilidades pague más. Contribuir al gasto público es parte esencial de la definición de ciudadanía: quien tiene más tiene que contribuir más. A través de una reforma justa, hagamos de la política fiscal un instrumento de redistribución del ingreso y redistribución de la riqueza”. Por no menos de un cuarto de siglo o, si se prefiere, cuatro sexenios, se ha considerado que la función redistributiva corresponde al gasto, más que a la recaudación; se ha preferido gravar el consumo, más que el ingreso, y no se ha gravado la riqueza; se ha mantenido que una progresividad del impuesto a la renta de empresas y personas comparable a la media de otros países de la OCDE resulta inhibitoria del ahorro y la inversión y estimula la fuga de capitales, y se ha preferido que el nivel de recaudación asequible sea el que determine qué obligaciones estatales y en qué medida van a ser cumplidas, más que permitir que las obligaciones existentes sean las que definan cuánto debe recaudarse. Me pregunto si en realidad van a abandonarse estos cuatro malos hábitos fiscales, responsables en gran medida del estancamiento que caracteriza al cuarto de siglo aludido.

El retrato hablado de la reforma fiscal que dibujan las líneas transcritas resulta muy diferente del más conocido, que ha estado en mente de las autoridades hacendarias mexicanas en el mismo periodo, centrado de manera casi exclusiva en las modificaciones al IVA y en otras cargas indirectas, como muestra la decisión reciente de elevar el alza mensual del precio de las gasolinas. La nueva fisonomía tendría los siguientes rasgos: partir de la determinación de la capacidad financiera de que se requiere dotar al Estado para deahogar sus obligaciones; dar primacía a los impuestos al ingreso, de empresas e individuos, asegurando su carácter progresivo en ambos casos, y orientarse a finalidades redistributivas tanto del ingreso como de la riqueza, lo que supondría una progresividad acentuada y la incorporación de gravámenes a esta última. Como primer acercamiento, resulta un rostro interesante.

Hacia el principio de sus palabras, como punto específico, el expositor había dicho: Tenemos un banco central autónomo, que tiene una política con un claro mandato para proteger el poder de compra de nuestra moneda. ¿Es suficiente? ¿No hay tareas pendientes en este extremo? He hecho referencia en este espacio al actual debate sobre la naturaleza y alcance del mandato y las responsabilidades de los bancos centrales, influidos como están por los imperativos de una coyuntura global con más signos recesivos que de dinamismo renovado (véase, Los bancos centrales al rescate, 20 de diciembre de 2012). El llamado mandato dual –estabilidad de precios y fomento del crecimiento y la ocupación– se encuentra en los estatutos de algunos bancos centrales y en otros el mandato se limita sólo a la primera, como es el caso de México. Con independencia de su mandato explícito, es creciente el número de bancos centrales que han adoptado medidas que aseguran que las políticas de estímulo se mantengan hasta que se hayan alcanzado objetivos bien definidos de crecimiento y empleo.

Acaba de decirlo Mark Carney, actual gobernador del Banco de Canadá y futuro del Banco de Inglaterra: En la actualidad, para conseguir un mejor desempeño de la economía a lo largo del tiempo, un banco central debe comprometerse a mantener una política de estímulo incluso después de que la economía y, probablemente, la inflación hayan repuntado (el portal del Bank of Canada recoge la exposición de Carney el 14 de diciembre que contiene estas líneas). El paquete de estímulos del nuevo gobierno de Japón exige una actitud activa del banco central para estimular la economía, elevando un par de puntos el objetivo de inflación. ¿Por qué México debe conformarse con un crecimiento anémico? Convendría que el Banco de México, tan alerta ante los riesgos inflacionarios, lo estuviera también ante los riesgos recesivos.

El orador ofreció una visión bastante ortodoxa en su conjunto. “Creo que México ha hecho de la política de estabilidad macoroeconómica –hoy lo podemos decir– una política de Estado […] existe un amplio consenso político y social en torno al valor de la responsabilidad fiscal”. Me pregunto si en realidad puede pensarse en asuntos como el equilibrio fiscal, la ausencia de déficit, el equilibrio de las finanzas públicas, nociones a las que se alude en el discurso, como valores absolutos, inmutables y permanentes. En materia de responsabilidad fiscal, por cierto, hay otras cuestiones igualmente importantes: la eficacia del gasto y la probidad en su ejercicio, así como la irresponsabilidad que entraña el gasto público suntuario, sea en estelas conmemorativas, aviones presidenciales, escenografías ad hoc para ceremonias públicas o campañas de publicidad destinadas a exaltar, entre otras cosas, la responsabilidad fiscal.

El balance de las finanzas públicas debe verse en una perspectiva temporal determinada por la evolución del ciclo en la economía nacional y en la coyuntura global. Así, alcanzar superávit o mantener equilibrio en las finanzas públicas resulta razonable cuando la economía crece a tasas similares a su potencial, con uso pleno de los factores de la producción, en especial el trabajo, lo que no ha ocurrido en México en el cuarto de siglo último. En situaciones como la presente, debería pensarse en cambio en déficit presupuestales moderados que abriesen espacio a políticas bien diseñadas de estímulo, que se manuviesen en vigor hasta consolidar los objetivos establecidos de crecimiento y empleo.