ay muchas y buenas razones para homenajear en vida a Arnoldo Martínez Verdugo. Algunas se han señalado en estos días: su resistencia al diktat soviético durante la invasión a Checoslovaquia en 1968; el rechazo cada vez más explícito al socialismo real como modelo universal antes de su caída final; la voluntad personal de construir desde el Partido Comunista una opción legal para impulsar la democracia en México; la humildad personal tan ajena a los protagonismos de otros dirigentes de menor estatura, en fin, su capacidad para encabezar una corriente marxista que por demasiados años fue acosada, perseguida sin miramientos y que, por supuesto, también cometió errores y tuvo debilidades.
Más allá de las diferencias o las controversias de otras épocas, la celebración de Arnoldo es, sin duda, el justo reconocimiento a una personalidad política cuya actividad deja una huella propia, una estela que vale la pena capturar para entender mejor nuestro presente. Con ese propósito, existen admirables recuentos biográficos, como el de Humberto Musacchio, retomado por Peláez en estos días, pero lo cierto es que pese a ellos subsiste una inmensa laguna en cuanto hace a la recuperación de la historia reciente de la izquierda. El extraordinario crecimiento del peso de las fuerzas progresistas en el país a partir de 1988 no se vio aparejado a un intento cualitativo de revalorar qué había ocurrido y cómo fue que se gestaron las ideas y se encauzaron los esfuerzos de varias generaciones. Junto a valiosos estudios académicos (que por fortuna no paran de salir) se echan de menos los análisis políticos, es decir, el ajuste de cuentas racional que faltaba para mirar adelante. En su lugar, reaparece de cuando en cuando la mitología heroica de los discutibles buenos tiempos pasados
, pero lo peor es que muchas contribuciones liberadoras se olvidaron, sepultadas por la velocidad de los acontecimientos que marcaron, como dice Hobsbawm, el fin del siglo corto, como si el mundo que estaba por nacer del derrumbe del socialismo fuera un planeta nuevo, sin huellas del pasado, definitivo e irreformable.
Quienes han homenajeado a Martínez Verdugo en estos días se han referido, como no podía ser de otra manera, a su aportación a la unidad de la izquierda, es decir, de aquellas tendencias que aspiraban al socialismo (sea lo que esto a la fecha significara), transformando el régimen político autoritario en una democracia real. Y tienen razón, pues ninguna iniciativa tuvo en su momento los alcances y la trascendencia de una decisión que, para concretarse, hubo de articular la audacia política para negociar con otras fuerzas y el gobierno, aunada más adelante a la convicción de que el Partido Comunista, el más antiguo del país, debía disolverse libremente para dar paso, como se decía entonces, a una fuerza políticamente superior, capaz de superar críticamente a las organizaciones anteriores, cualesquiera que fueran sus títulos históricos, sus aciertos y errores del pasado o sus fidelidades doctrinarias
.
A la vista de los hechos, es difícil afirmar que el PSUM logró convertirse en el partido que la sociedad esperaba. Menos aún el PMS que le sucedió. La integración orgánica resultó ser mucho más difícil en un país donde la crisis reforzaba la aparición de la oposición de derecha como la opción al PRI, cuya cutura política seguía viviendo. Pero la experiencia de la unidad sirvió para darle continuidad al proceso de constitución del gran partido que en 1989 asumió el registro originalmente ganado por el PCM. Para llegar hasta allí se habían puesto por delante los méritos de la unidad por encima de las diferencias, que no eran pocas, pues entre ellas estaba, por ejemplo, la ubicación en el nuevo ideario democrático y nacionalista del socialismo, cuya definición no podía repetir el viejo esquema cuyas ruinas habíamos visto caer en Berlín y luego en Moscú. Por desgracia, esos grandes temas ya no pasaron al debate político y fueron subsumidos por una nueva retórica, muy pragmática, sin grandes filos teóricos o propositivos. La relación entre socialismo y democracia, sencillamente, dejó de ser pertinente, aunque sigue a la espera de una reflexión colectiva a la luz de la realidad aquí y ahora.
Hoy que estamos de vuelta a la fragmentación de las fuerzas de izquierda conviene volver a revisar aquella época, sobre todo cuando la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas creó las condiciones para el surgimiento de un movimiento más abarcante que el de todas las organizaciones de la izquierda juntas. Sin duda se trata de momentos tan distintos como incomparables, y es difícil rechazar que bajo las corrientes actuales asoman partidos en ciernes, defendiendo intereses particulares, programas, estilos, pero un hecho es claro y contundente, como lo vio Arnoldo a finales de los años 70: en la lucha política siempre hay que elegir, o se actuaba en la arena electoral con todas las fuerzas disponibles o se dejaba un registro testimonial. O la izquierda socialista se sumaba al proyecto neocardenista, aportando sus mejores cuadros y experiencias, o abandonaba la escena sin dar la batalla. Bien que Morena se haga un partido fuerte y que el PRD logre consolidarse como tal, pero sería una peligrosa ilusión creer que se puede avanzar sin un planteamiento de unidad capaz de oponer a sus adversarios una fuerza superior.
Antes de concluir quisiera recordar una faceta singular de Arnoldo Martínez Verdugo que lo enaltece como figura. A él se debe el CEMOS, una institución creada con modestia para evitar, justamente, que la rica historia del PCM y otras fuerzas se pierda entre la superficialidad del debate cotidiano. Allí nació la revista Memoria. En sus archivos se conservan imágenes y documentos invaluables. En fin: felicidades, Arnoldo, y una larga vida.