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A la mitad del foro

Delirios nocturnos

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Presuntos integrantes del movimiento #YoSoy132 y de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), que protestaban por la llegada de Enrique Peña Nieto a la Presidencia, se enfrentaron con granaderos de la SSP-DF a un costado del Palacio de Bellas Artes, en el Eje CentralFoto Alfredo Domínguez
A

las doce de la noche volvió a ser calabaza el regio carruaje de Felipe Calderón. Los cortesanos, de a caballo y de a pie no esperaron el vano ensayo de cambio de mando, entrega de bandera y parto de los montes. Aunque ya era presidente constitucional el primer segundo del 1º de diciembre, hubo entrega del mando a Enrique Peña tras los muros de Palacio; repetición del angustioso encuentro de 2006, surgido de la desconfianza y el miedo. ¿Quién sabe qué iba a hacer Vicente Fox si estallaban los fuegos fatuos de la rebelión callejera? Mejor entrégame el mando de las tropas, dice Felipe Calderón que le dijo al de la primera alternancia.

Ahora hablan del nuevo protocolo. Y repiten la nocturna escena. Auténtico fantasma de los hábitos revolucionarios de conspiradores, de aquellos 10 días que cambiaron el mundo. No salen de noche los del rito sucesorio nacido por miedo al México Bárbaro del que también hablara John Reed. O Jesús Reyes Heroles, antes de que llegara la hora de los herederos, de la permanencia del antiguo régimen; cuando el de Tuxpan decía a los del PAN que aspiraban al monopolio de la oposición. Ya están de vuelta. Enrique Peña Nieto no siguió fielmente el nuevo guión; no pronuncio valiente arenga tras recibir el pendón tricolor de manos de Felipe Calderón. Pero al amparo de la oscuridad siguió las huellas y, de inmediato, dio posesión a su gabinete de seguridad: Miguel Ángel Osorio Chong, el general Salvador Cienfuegos, el almirante Vidal Soberón y el sub, pero encargado del despacho de la secretaría en disolución, Manuel Mondragón.

Ya era calabaza el carruaje de la ilusión. los cortesanos cumplen su vocación, son peones de estribo al lado de los mexicanos del común que glorifican a Enrique Peña Nieto: ¡Viva el que vence! Y rindió protesta en la tribuna del Congreso de la Unión. Donde debe ser. Y hubo protestas en el Monumento a la Revolución y la columna de la Independencia, como debe ser. Con el añadido anarquizante en los alrededores de San Lázaro; encapuchados con símbolos del juvenil 132, macizos provocadores con rastros oaxaqueños y restos del guerrillerismo jubilado al caer el priato tardío y alzarse con el poder la derecha confesional. Ni modo. Violencia desatada para condenar la violencia. Encuentros en las barricadas y el desencuentro de la razón en la tribuna del Congreso: Ricardo Monreal, converso rojo, agitador zacatecano, romero habitual en las peregrinaciones del culto a la Virgen de San Juan de los Lagos, lanza el yo acuso desde la tribuna: ¡Hay un manifestante muerto en la calle! ¡Una víctima del fantasma autoritario redivivo! Irresponsable denuncia que pudo causar muertos, en plural, verdaderamente muertos.

Cuánto dura el interminable interregno mexicano. Los memoriosos hablan del misterioso mérito de ese largo plazo de cinco meses entre elección y toma de posesión. Según los memoriosos, la presencia de uno iba disolviéndose gradualmente, y la del que llegaba crecía con el unto de la expectativa. Más allá del mito, casi siempre hubo tropiezos; choques entre los servidores de uno y otro; envidia por la popularidad y el poder que era de la institución presidencial, pero los tlatoanis creyeron, como la mayoría de los mexicanos, que era de cada uno de ellos, no de la institución. Y para colmo, el protocolo viejo, que sobrevive a pesar de todo, imponía la presencia de ambos en la ceremonia de asunción. Escenas patéticas, o rupturas visibles desde el afamado índice acusador de Adolfo Ruiz Cortines; el recorrido en automóvil abierto del sonriente López Mateos y el gesto adusto de Díaz Ordaz; la intempestiva carga de los búfalos que atropelló a López Portillo.

Y la inolvidable farsa esperpéntica de Vicente Fox intentando ponerle la banda tricolor a Felipe Calderón durante el episodio de la aparición tras banderas y los curros panistas transformados en belicosos diputados de antaño, de esos de chamarra de cuero y pistola al cinto. Hoy, si acaso, enarbolan mantas en lugar de subir a la tribuna; y en lugar de parlamentar escenifican protestas callejeras. Pero se asustan de la sombra de las barricadas y los muros feudales en la hora del miedo. Y se arman de valor ante las cámaras para derribar los obstáculos cuando ya no hay guardias pretorianos. Luego, a buscar el soñado pacto, La Moncloa sin monarca. Diálogo al borde del abismo.

Segunda alternancia. El retorno del autoritarismo, gritan los parientes de Lot. Pasaron 12 años y se acabó el veranillo de nuestro descontento. Se acabó el estado de excepción calderoniano, aunque comparezca ante senadores el impresentable García Luna, secretario de Seguridad en jaque, sin temor a escuchar acusación formal, ya no digamos una condena política severa. Se acabó, aunque el Cordero pastor grite que ahí viene el lobo y posponga la disolución de una corporación indiciada por violaciones de derechos humanos, desapariciones forzosas y de tantos muertos: víctimas colaterales, repitieron sin rubor.

Felipe Calderón exprimió hasta la última gota del néctar del poder incontestado. Gran tournée de despedida; inauguraciones a granel; presencia constante en la pantalla chica del ágora electrónica. Redescubrió la veta del humor. Ni un segundo que perder. Nada de aceptar que presencia y poder se diluyeran lentamente en el largo interregno. Se le hizo corto. Despedida con un dejo de megalomanía. No hace falta lord Acton para recordarnos lo corrosivo del poder. La guerra es prioridad absoluta para el abogado panista. Se acabó. En la hora 11 se deslizó al vacío en una tirolesa.

Enrique Peña Nieto tomó posesión del cargo, rindió protesta ante el Congreso de la Unión. Ante los representantes del pueblo y de las entidades de la República federal, democrática y laica. Aunque estos renuncien a serlo y dejen que el titular del Supremo Poder Ejecutivo de la Unión disponga sitio y hora para dirigirse directamente a los ciudadanos, al pueblo, aunque hayan olvidado el término con el arribo de la democracia sin adjetivos. O de la timocracia, el de suave oligarquía, gobierno de los poseedores de bienes, de los propietarios, decían los antiguos griegos. Antes de sonar la primera campanada, empezó a ejercer el poder Enrique Peña Nieto.

Tersa transición, a pesar de todo. En San Lázaro, tibio remedo de los escándalos anteriores. Unos cuantos gritos. Violencia en las calles. Y en Palacio, un discurso bien estructurado en el que un presidente de México no usó eufemismos para llamar hambre al hambre que padecen millones de mexicanos. Eso y que al llamar al cambio, a reconocer el presente y ganar el futuro, Peña Nieto reivindicó el valor, el vigor y la persistencia de nuestro proceso histórico. El milenario origen indígena, desde luego. Pero ante todo, la Reforma y la Revolución. Y recordó a los desmemoriados que en las últimas décadas del siglo XX se crearon las instituciones en las que finca México la capacidad de aprovechar el momento para ser una gran nación, con desarrollo sostenido, salud, educación y empleo para todos.

Hay mandatario. Falta ver cómo resolverá el dilema de cómo y con qué recursos. Ya habrá tiempo de hablar del gabinete y las expectativas. De hurgar entre las ruinas del tejido social. Pero se escuchó un claro reto en el discurso de Palacio. Estamos ante el cambio, aunque todavía no se distingan izquierda y derecha en el vacío que llaman centro. Entre la pólvora de los cohetones y la mostaza del gas lacrimógeno, podemos ver al horizonte. Porque está ahí. Para caminar siempre en pos de la utopía.