omo saben siempre los hombres que detentan el poder, la memoria es una de las cosas más difíciles de destruir. Borrarla solía requerir gran sufrimiento por tiempo prolongado. La modernidad desarrolló formas más inocuas de inducir olvido, por vías parenterales, que se parecen al adormecimiento, el aturdimiento y el miedo. No hace falta ser químico para intuir que la memoria es un principio activo que desata reacciones por lo regular indeseables para el poder, pues obran en su contra y lo desnudan.
En algunas lenguas romances, no la nuestra, recordar (acordarse) y despertar son sinónimos. Teniendo en cuenta que nostalgia (y mejor saudade) designan no la memoria, sino los sentimientos que lugares, personas y laberintos despiertan en el memorioso, en el México de hoy, si parafraseáramos los populares versos de Gabriel Celaya, la memoria sería un arma cargada de futuro. Un evento que nos pone a prueba para lo que sigue.
Pocos naufragios más atroces de la memoria hubo en el mundo que el de las civilizaciones americanas precolombinas. Por ejemplo la maya, en cuyo nombre hoy se urden tantas tonterías new age. A pesar de que sobreviven millones de descendientes de aquellos maestros de la humanidad que evolucionaron en las selvas mesoamericanas, el hiato entre ellos y nosotros apenas empieza a repararse. Memorias, las que fueran, alimentaron a los mayas en sus ciclos, y del clásico (colapsado hacia el siglo IX) a la llegada de los españoles, hubo un trazo, un registro oral y escrito de la historia y el mito. Hicieron falta la brutalidad de la soldadesca, los autos de fe de la ferocidad evangelizadora y la esclavitud embozada que mantuvieron colonos e independientes, para destruir algo más que sus códices y códigos y dejar a los arqueólogos del siglo XX su interpretación en piedra, como si de tablillas sumerias se tratara. Pero esos pueblos, los que lo hicieron, están aquí. Y de una manera científicamente inexplicable, nuevamente recuerdan, recuperan, persisten. ¿Una excepción en la modernidad? Tal vez. Sobre todo porque confrontan un tiempo real tan, tan dilatado. El quinto centenario fue un campanazo indígena en el continente.
Tampoco se olvida el 2 de octubre, y necesitamos aplicarnos para que así siga siendo, pues los que lo causaron son los mismos que siguen gobernando
. Sin memoria somos nada. Son los mismos que destrozaron el artículo 27 constitucional hace 30 años y acaban de rematar el 123. Adiós Revolución como venía, oh, en aquellos libros de Texto Gratuito, continuación a escala nacional de la historia popular y sus motivos de orgullo. No fue pues gratuito el respingo inmediato del alzamiento zapatista en 1994. Los derechos agrarios y de los pueblos no serían olvidados. Ni traicionados. No por ellos. Como pronto se vio, no venían solos. Pueblos originarios de todo el país demostraron que se acordaban. Y despertaron.
¿Estará la clase obrera –esa que antes iba al Paraíso proletario– a la altura de la memoria que necesita para pervivir, como los indígenas lo hicieron de modo que la puñalada salinista contra las reivindicaciones de Emiliano Zapata no resultara letal ni mucho menos? Indígenas y campesinos de México se han encargado de no olvidar que la tierra es de quien la trabaja, y sinónimo de libertad. Los sindicalistas (y los por sindicalizar) ¿harán lo propio? ¿O los devorará la amnesia de la modernidad? La guerra de los nuevos zapatistas es, explícitamente, contra el olvido. Pero son tantas las cosas que los mexicanos necesitamos recordar, oxigenar, desentrañar debajo de los escombros.
Hoy memoria
también alude lo externo: discos duros, dispositivos y aplicaciones que, en buena medida, liberan espacio en la memoria humana, la cual puede transferir datos y efemérides, descargarlos, para conservar la capacidad de captación y almacenamiento. Bien podría usarse este maravilloso espacio libre
para almacenar
lo que verdaderamente importa. Pero aquí es donde la puerca tuerce el rabo.
Si una industria entre las mil que han prosperado con el capitalismo ha deveras prosperado es la de la amnesia. O de la memoria vacía, alimentada de entretenimiento, trivialidad, consumismo pavloviano; la del espejismo justamente llamado virtual
, la hiperconexión instantánea, la presunta omnipresencia que deriva en mera ausencia mientras los vencedores se apoderan de la Historia que es nuestra.
El espacio disponible en nuestra aturdida memoria es invadido por brutales dosis de información hueca pero viral, que es a la memoria lo que las papas fritas industriales a las papas de tierra (en francés llamadas, bellamente, manzanas de tierra
): aire, sal y celofán. Nada. La memoria requiere espacio libre y disponible, y para ocuparlo así en la Tierra como en la mente se necesita estar despierto y sin miedo de recordar. Tener viva la memoria no significa que ya ganamos, pero sí que no hemos perdido.