Opinión
Ver día anteriorLunes 17 de septiembre de 2012Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Pausa
H

ay momentos en los que una pausa es necesaria, aún más, es conveniente hacerla para reflexionar. La muerte de Ernesto de la Peña lo amerita.

No lo conocí personalmente y, sin embargo, lo que puedo decir de él representa algo esencialmente personal. Eso es así por la marca que dejaba cada uno de los encuentros, muchos de ellos fortuitos, que tenía con él preferentemente por la radio. Escucharlo provocaba un estímulo y afectaba la manera en que se conciben ciertos asuntos, en que se aprecian algunos temas o se comprende una idea, una palabra o una expresión.

Edgar Morin dice con razón que la cultura consiste en no quedar desarmados cuando nos topamos con determinados problemas. Apunta, por ejemplo, que ser culto históricamente significa que si alguien nos habla de Bosnia tendremos unos mínimos conocimientos y podremos situarla en su historia, su contexto geográfico, la historia del comunismo, de los Balcanes, etc. Que lo verdaderamente importante es saber moverse entre saberes compartimentados y una voluntad de integrarlos, contextualizarlos y globalizarlos.

De la Peña era, sin duda alguna, un hombre culto. Podía ser Bosnia, la antigua Grecia, la era de Cristo, la obra de Mozart, los descubrimientos científicos o la revoluciones actuales en los países árabes y las raíces de su civilización. Podía ser la historia, la poesía, la literatura, las lenguas, la música, la política o muchas cosas más.

Había siempre en sus puntos de vista un contexto, una referencia, un matiz, un claroscuro que enriquecía a quien lo escuchaba porque significaba un aprendizaje, una nueva perspectiva, un ensanche de la mente. Como pensador fue un zorro y no un erizo.

Cada uno de sus comentarios en las diversas series en que los organizaba daban prueba de esa cultura creada y usada, ciertamente, sin pretensión de lucimiento. Compartía su saber y su punto de vista, su concepción del ser humano y de sus creaciones sin alejarse de los sucesos, ya fueran antiguos o contemporáneos.

Cada vez que se anunciaba una de sus intervenciones en Testimonio y celebración se sentía una anticipación provocada por la seguridad de entrar en un remanso en el que se aprendería algo y se disfrutaría de su inteligencia. No importaba cual fuera el tema que tratara en cada ocasión. Era un placer escuchar el uso correcto del idioma –lo que constituye un hecho estético hoy muy poco común–, el ordenamiento de las ideas, la selección de los argumentos y la manera de ensamblarlos.

Sus comentarios en las transmisiones sabatinas del Metropolitan Opera de Nueva York enriquecían el libreto, la música y la actuación de los artistas, precisamente con un contexto y unas referencias que conformaban una rica experiencia sonora y del saber.

Siempre tenía la expresión correcta, la construcción debida, la palabra adecuada. Ocurría, incluso, que cuando disertaba buscara el término más preciso para lo que intentaba decir y, mientras tanto, ofrecía alternativas para pensar.

En Ernesto de la Peña la cultura no era un adorno, era un atributo que cultivaba con esmero y compartía con sus oyentes. Su intensa actividad pública pone de relieve, entre otras muchas cuestiones, que la corrección en el uso de idioma es un elemento clave del pensamiento, lo que contrasta frontalmente con la decadencia de la educación en el país.

Hablar y escribir correctamente son prácticas que han llegado a parecer irrelevantes. Cuestiones básicas como la gramática y la ortografía aparecen como superfluas. Los jóvenes que logran acceder a la educación superior en su mayoría no saben conjugar los verbos, ni cómo se escriben las palabras o se construyen las oraciones y se edifica un argumento y un texto y, por supuesto, tienen grandes limitaciones para pensar.

Leer y escribir bien se han convertido en buena medida en prácticas anacrónicas. Esas deficiencias se plasman desde los primeros años de la escuela y no parecen provocar la atención debida y, menos aun, la acción de los secretarios de educación, de la mayoría de los maestros que padecen las mismas limitaciones, y del poderoso sindicato que agrupa a la mayor parte de ellos. Todo esto habría de provocar igualmente una reacción airada de los padres, pero en muchos lugares de México lo único que quieren es que los maestros siquiera vayan a dar clases. Esta es una situación de verdadera emergencia.

Lo que hacía De la Peña no es un lujo y se puede acceder a la cultura por muy distintos caminos y, no necesariamente, con un fin utilitario. Es parte de lo que significa ser un humano. Deben extenderse las fuentes para ese acceso y, también, el entorno más propicio y la motivación mejor encausada. Una reflexión al respecto no debería caer en las usuales complacencias que se fabrican con respecto a la situación económica y social del país.

El ejemplo de Ernesto de la Peña apunta por abierto contraste a la deficiencia, la limitación y el peligro del pensamiento maniqueo, tan fácil y que rinde mucho a quien lo practica desde todas las vertientes ideológicas.

Finalmente, su trabajo también pone en la mira la función de la radio pública, donde tuvo una acogida amplia y resonante como ocurrió en el IMER. Esos espacios son claves para armar la vida colectiva y extender los horizontes de la cultura, por eso requieren un lugar más prominente en las políticas del Estado.