a desigualdad tiene, además del componente ideológico bien conocido, una sustantiva dosis de miseria humana. Hombres o mujeres, privilegiados al extremo, intentan cualquier subterfugio (incluidos ciertos delitos) para no pagar los debidos impuestos. Rehúsan a cumplir con la carga impositiva que a cada quien corresponde. La solidaridad y el sentido de la decencia les parecen alegatos para seres normales, corrientes, sumisos, tontos. Para los de mero arriba, los exquisitos, no rigen tales reglamentos y las obligaciones compartidas; sólo, dicen sin respeto, se aplican a los demás. Algunos de estos famosos personajes llegan a extremos por completo enfermizos: cambian de nacionalidad, se exilian –ellos o sus capitales– en paraísos fiscales, remiten sus utilidades ahí donde juzgan hay mayores ventajas comparativas, contratan legiones de fiscalistas tramposos o patrocinan acciones altruistas en busca de respeto, pero que en verdad son enormes huecos evasores.
Las plutocracias dominantes en tiempos actuales han edificado todo un complejo sistema de leyes y otras normas que trabajan en su mero beneficio. Manipulan también un enjambre de medios con los cuales perpetúan y hasta extienden su dominio. Esta regla general, sin embargo, tiene excepciones, aunque, al final de cuentas o por sus limitados efectos y alcances, validan la regla descrita. A veces y durante algún tiempo ciertas sociedades han impuesto y gozado de un reparto más o menos equitativo de la riqueza generada. Sucedió algo de ello en el México entre los años treinta y ochenta, cuando la apropiación del ingreso por el factor trabajo creció del 15 por ciento con que se inició el periodo mencionado hasta representar, a finales de los setenta, 42 por ciento del PIB. En Estados Unidos, donde el uno por ciento de la población más pudiente se apoderaba de 28 por ciento del PIB en los años treinta, disminuyó, a principios de los setenta, a sólo 10 por ciento del PIB. Similares proporciones se obtuvieron en la Europa de la posguerra, excepto en aquellas naciones donde dominaban dictaduras (Grecia, España o Portugal) que, por inclinación y dependencias compartidas, privilegian y crean plutocracias abusivas y serviles.
Fue a partir de mediados de los años setenta –cuyas premisas fueron codificadas en el famoso consenso de Washington– cuando dio inicio a escala mundial un periodo depredador del ingreso de las mayorías en beneficio de unos cuantos (neoliberalismo). México ha visto cómo, en los treinta años recientes, se han amasado enormes fortunas famosas en el mundo entero. La parte del ingreso nacional que se genera cada año ahora se reparte desproporcionadamente. En la cúpula se acumula 40 por ciento o más del ingreso, mientras abajo, para el 50 por ciento de la población, sólo quedan migajas. En EU el 1 por ciento más rico hoy acapara más de la mitad del ingreso y el 99 por ciento se disputa lo que queda. Pocas naciones escapan a las consecuencias de tales mandatos. La mayoría de ellas se ha ido sometiendo al juego neoliberal financierista de variadas formas y maneras. Estos inequitativos y groseros ataques a la justicia distributiva han sido expuestos, y criticados cada vez con mayor fiereza, por crecientes sectores sociales. Pero, aún destapando tan cruenta situación, el sistema que la hace factible logra, gracias a la telaraña de subterfugios y medios mencionados, su continuidad y profundiza su rapacidad.
La llamada globalidad, donde la competencia y el predominio economicista más despiadado e inhumano, llegan a ser un imperativo ineludible, ha ido formando una especie de horizonte que rige, con mano firme y sin aparentes distingos, la vida colectiva. Tan abarcadora concepción abriga desequilibrios que rayan en lo grotesco. La globalidad enmascara una idea del mundo y la riqueza que se mide y apoya no sólo en la fuerza, sino que emplea y aplica una complicada ingeniería llamada del convencimiento. Llegan a integrar las élites beneficiadas, mediante la apropiación deformada de las instituciones, una maraña de férreas jaulas cotidianas, como las evidenciadas recientemente en lo electoral. Se constituye así, de esa enmascarada manera, un conglomerado de activos agentes constrictores ante los cuales es casi imposible sustraerse, ser independiente o aspirar a la más precaria libertad personal. La sujeción al poder de mando se logra, siguiendo el guión descrito, primero, de manera pacífica, normal se pudiera decir, pero, ante cualquier rebeldía o diferencia, la fuerza represora acecha. Se recurre entonces a medidas que, ante cualquier oposición, tornan la intemperancia y violencia en recursos santificados por leyes y ordenanzas.
Para liberarse de tales ataduras es necesario un esfuerzo, individual y colectivo, de grandes méritos. Y eso es lo que, de diversas maneras y dolores, ha venido sucediendo en muchas partes del mundo: en EU, España, Grecia, Túnez o Bolivia. México no es la excepción: por el contrario, bien puede apuntarse como ejemplo de cómo, sin tragedias de sangre, aunque sí con penalidades y sufrimientos duraderos, porciones crecientes de la sociedad buscan y han encontrado las maneras de luchar por conducir sus destinos y bienestar. Conjuntos inmensos de ciudadanos de aquí y allá, de la medianía social o de mero abajo, han hecho conscientes tales ataduras, diseñadas para condicionar su vida, deseos y accionar. En tiempos recientes se han construido los resortes, los agrupamientos que permitan optar por lo que se piensa, se cree justo y conveniente para los ciudadanos y no para el poder establecido. Se viene rechazado, cada vez con mayor energía, esas casi invisibles formas de discriminación, de inducción convenenciera, de vil explotación que antes se daban por sentadas como normales y hasta necesarias. Este fenómeno de concientización organizada, ahora creciente y desparramado, es el triunfo político más destacable logrado por la izquierda.