eo en La Jornada del pasado miércoles que la judicatura ha tomado la decisión de suprimir la figura del meritorio
que se supone es un candidato a ocupar un puesto en el Poder Judicial solamente para aprender, lo que supone que no tiene salario ni relación laboral. Es un vil contrato de aprendizaje en el que un candidato a ocupar un puesto judicial se incorpora a un juzgado para realizar todas las tareas que le puedan encomendar, como facilitar expedientes a los litigantes, recibir escritos, hacer copias certificadas de alguna actuación y eventualmente sustituir a una mecanógrafa que trabaja con un secretario para ayudarlo a preparar los proyectos de acuerdos. El meritorio no tiene ni horario ni salario y asiste con un margen de puntualidad, y si tiene verdaderas ganas de aprender, no dejará de consultar con los secretarios los motivos de sus acuerdos, con lo que irá aprendiendo poco a poco a desentrañar los misterios de los litigios. Si tiene la confianza del juez, lo consultará también. Recibe propinas sobre todo cuando se encarga de hacer copias certificadas y esa suele ser la única fuente de sus ingresos, por cierto muy modesta.
Viví esa experiencia, en 1945, cuando cursaba segundo año de leyes en la Escuela Nacional de Jurisprudencia. No conseguí empleo en ningún despacho, aunque lo intenté. Me llené de valor y decidí acercarme a un juez para pedirle que me dejara trabajar como meritorio. El juez 11 de lo civil, don Gustavo Quirós Barranco, que no me conocía, me recibió muy amable y accedió a mi petición. De inmediato tomé posesión sin formalidad alguna, y preguntando a todos los empleados y secretarios sobre lo que tenía que hacer, me puse en marcha. Afortunadamente había tomado clases de mecanografía, lo que me facilitó enormemente las tareas y me permitió tener modestísimos ingresos que me ayudaron no poco.
Claro está que me dí cuenta también de algunas maniobras dudosas que hacían algunos de mis compañeros con litigantes conocidos por las que recibían buenas propinas, pero sobre todo me acerqué a los secretarios de acuerdos, un viejecito de enorme experiencia, el licenciado Alegre, y otro más joven, el licenciado Luna, si no me acuerdo mal, que con mucha paciencia y ganas de ayudar me explicaban las razones de sus acuerdos. Obviamente me aprendí el vocabulario judicial: acuerdos, promociones, exhortos, audiencias, confesiones, testigos, actuarios, peritos, sentencias y recursos, y pude tomar nota del problema de los términos que son la pesadilla de los litigantes.
Sin la menor duda, gracias a ello pude entender mejor las clases de derecho procesal civil, lo que me sirvió no poco.
Traté con litigantes, especialmente con uno de nacionalidad española que conocía a mi padre, don Francisco López de Goicochea, cuya experiencia y malicia eran notables, y de alguna manera podía decidir lo que le convenía, supongo que previas gratificaciones a los autores. Me tomó afecto, por razón natural, dada su antigua amistad con mi padre y me contaba de sus apuros cuando en Madrid, en el Tribunal Supremo en el que mi padre presidía la Sala de lo Civil, en las audiencias tenía que hablar sin papeles de consulta porque don Demófilo de Buen exigía que los litigantes actuaran de manera natural, dejando claro que conocían sus asuntos, por lo que sus alegatos merecían mayor atención.
Estuve como meritorio unos cuantos meses hasta que el licenciado López de Goicoechea me ofreció llevarme a su despacho en las calles de Palmas, adjudicándome un ingreso superior al que podía tener haciendo copias y prestando expedientes.
Por supuesto que acepté y le dí las gracias al juez. En el despacho trabajaba un joven guanajuatense, Eloy Zavala Cervantes, que tenía una buena experiencia y al que me pegué con la misma intención de aprender. Empecé a redactar demandas, sobre todo ejecutivos mercantiles, y a ver las cosas desde la perspectiva del litigante.
Todo fue muy bien, salvo un pequeño detalle. El licenciado López de Goicoechea debe haber tenido muy mala memoria porque jamás me pagó un centavo. Una sola vez recibí 50 pesos que me regaló Eloy. Y cuando llegó el momento de mis verdaderas necesidades, porque mi padre enfermó, renuncié a la chamba y me convertí en enfermero paterno.
No estoy de acuerdo con que se suprima la condición de meritorio
. Es notablemente injusto, porque no se vale que alguien trabaje sin salario, pero ciertamente ayuda a los estudiantes de derecho a conocer las cosas desde la realidad y a entender los misterios del litigio y su difícil lenguaje.
Lo que habría que hacer es convertir a los meritorios en verdaderos trabajadores, con salario y horario y, por supuesto, disciplina. La Judicatura debe echar marcha atrás a su decisión.