n el contexto de la exposición Surrealismo, vasos comunicantes, en el Museo Nacional de Arte (MUNAL, Tacuba 8, Centro Histórico), se presenta un ciclo de películas que muestran en grados muy diversos cierta afinidad o una total comunión con esta corriente artística. Se trata de 28 títulos, entre cortos, documentales y largometrajes de ficción, reunidos en la curaduría El ojo y sus narrativas. Esta temporada de cine surrealista establece una correspondencia entre un cine europeo de vanguardia y el cine mexicano que pudo aprovechar dicha influencia.
Se incluyen cortometrajes emblemáticos de los años 20: Entreacto, de René Clair; Ballet mecánico, de Fernand Léger y Dudley Murphy; Anémic Cinéma, de Marcel Duchamp, y El regreso a la razón, de Man Ray, entre otros; películas de Alain Resnais (El año pasado en Marienbad), Serguei Eisenstein (¡Qué viva México!), Jean Pierre Jeunet y Marc Caro (Délicatessen), Michel Gondry (La ciencia del sueño), Alejandro Jodorowski (Fando y Lis), Walter Ruttman (Berlín, sinfonía de una gran ciudad), y la incursión vanguardista de Juan Bustillo Oro (Dos monjes); también la pretenciosa verborrea de Raúl Busteros (Redondo) y la no menos insufrible exploración de la amistad y colaboración artística entre Salvador Dalí, Luis Buñuel y Federico García Lorca, titulada Buñuel y la mesa del rey Salomón, del español Carlos Saura. A esta selección se añaden los documentales mexicanos La fórmula secreta, de Rubén Gámez, y Poetas campesinos, de Nicolás Echevarría, entre otros, y naturalmente las obras clave de Luis Buñuel: Un perro andaluz, La edad de oro, El discreto encanto de la burguesía, El fantasma de la libertad y Este oscuro objeto del deseo, quedando fuera, de modo incomprensible, Los olvidados y sus magníficas secuencias onírico-surrealistas.
En esta revisión de cine surrealista destaca una película controvertida, La sangre de un poeta, del escritor, dramaturgo y poeta francés Jean Cocteau, quien en 1930 aceptó la invitación y financiamiento de un mecenas, el vizconde Charles de Noailles para filmar, muy a su modo, una cinta de animación. Ese mismo año este personaje benefactor de la expresión vanguardista había apoyado el rodaje de La edad de oro, de Luis Buñuel, sin advertir que su nombre quedaría por siempre ligado a la disección más sulfurosa de una burguesía europea cómplice del fascismo triunfante y al único largometraje genuinamente surrealista que se consigne hasta la fecha.
Lo realizado por Jean Cocteau es de una índole bien distinta. El historiador del cine surrealista Ado Kirou descalificó la empresa de modo implacable: copia muy pálida de la vanguardia
, una facilidad exitosa destinada a un público de quinceañeras cursis
(Le surrealisme au cinéma, 1963). Otro historiador de cine, Amos Vogel, desatendió el juicio vitriólico: Una sofisticada destrucción del binomio espacio/tiempo con fines poéticos
(Film as subversive art, 1974). Lo cierto es que esta película de Cocteau, registro muy personal de sus obsesiones temáticas, ha sido a menudo tomada erróneamente como cinta surrealista por sus referencias oníricas y su desenfadado tributo a una lógica del absurdo. Se trata de una obra experimental en la que el cineasta novel explora los desafíos y compromisos de la creación poética. Su trama incierta, dividida en cuatro segmentos, inicia como concluye, con la imagen del derrumbe de una chimenea industrial. En el espacio de un tiempo declaradamente onírico, apenas un instante, se intercalan varios episodios.
Es el año de 1745 y un pintor se enfrenta a la dificultad de capturar un cuerpo femenino. El cuerpo convertido en estatua reta al artista a travesar un espejo de agua y explorar otras percepciones sensoriales para nutrir con realidades nuevas su talento agotado. La travesía culmina con un ritual suicida donde el artista descubre que la sangre derramada transfigura la creación poética y la dota de una vitalidad nueva. Esta parábola liberadora del quehacer artístico está muy a tono con las preocupaciones morales y estéticas de Cocteau, pero al mismo tiempo muy alejada de la carga sulfurosa de un surrealismo emparentado con la contestación política. Sus hallazgos visuales no dejan por ello de ejercer todavía una gran fascinación estética. Después de La sangre de un poeta el escritor-cineasta acudió a nuevas exploraciones de la condición y función del creador artístico: Orfeo y El testamento de Orfeo; luego de él, vendrían otros vasos comunicantes: Un canto de amor (1950), de Jean Genet, y Poison (Veneno, 1991), del cineasta queer estadunidense Todd Haynes.
La sangre de un poeta se exhibe hoy a las 16 horas en el Auditorio Adolfo Best Maugard, del Museo Nacional de Arte.