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¿La Fiesta en Paz?

Bogotazo taurino: se tambalea el imprevisor coloniaje en Sudamérica

S

e le llamó El Bogotazo al sangriento periodo de protestas, desórdenes y represión que siguieron al asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948 en el centro de Bogotá, capital de Colombia. El presunto homicida, un tal Juan Roa Sierra, fue perseguido por una enfurecida multitud que acabó linchándolo y arrastró su cadáver hasta las puertas del Palacio de San Carlos, residencia presidencial a la sazón ocupada por el conservador Mariano Ospina Pérez. Como ocurre siempre, el informe oficial concluyó que el asesino actuó solo.

Transcurridos 64 años en los que la elite colombiana sigue sin entender que Colombia no es para los europeos ni para los estadunidenses, sino para un pueblo con unas necesidades, una cultura y unas expresiones propias, por más que esa elite miope pretenda abolirlas con su nula visión de una fiesta de toros nacionalista y competitiva a la vez, un nuevo Bogotazo, pero ahora taurino, ha sacudido no las conciencias de la clasista y racista tauromafia, sino los intereses de los colonizadores.

Con una experiencia democrática que por acá desconocemos, en el resto de Latinoamérica un congreso puede destituir a un presidente inepto, una corte remover a un ministro corrupto o un alcalde clausurar una plaza de toros, por ejemplo. Así, el pasado 15 de junio la alcaldía de Bogotá, que desde enero encabeza Gustavo Petro, ex miembro del grupo guerrillero M-19, anunció la revocación del contrato de arrendamiento de la plaza de toros Santamaría a la empresa Corporación Taurina, disponiendo que las corridas dejaran de tener actos de crueldad, incluida la muerte del toro, lo que por el momento impide la celebración de corridas en el coso capitalino con 71 años de antigüedad.

Pero en siete décadas, sucesivos nombres e idéntica cerrazón acomplejada –al igual que los taurinos de Perú, Ecuador y Venezuela– se negaron a aceptar que la fiesta de toros de Colombia como expresión identitaria del pueblo exigía otros criterios y otras convicciones, un estímulo serio a la torería local, un mercado común tauri- no sudamericano y la multipli- cación de Cáceres, Joselillos y Rincones como compromiso, no como excepción.

Puestos de lado los poco sustentados argumentos animalistas a cerca de la crueldad, el maltrato, la violencia, el mal ejemplo a los niños, etcétera, los gobiernos reformistas de países taurinos sudamericanos no ha querido ver esta tradición desde una óptica histórico-cultural con posibilidades de expresiones identitarias que contribuyan a elevar la autoestima de las respectivas sociedades. La increíble dependencia ideológica por parte de la clase dominante, ha hecho que estas sociedades adopten un determinismo inexcusable en lo que a organización y promoción de una fiesta de toros propia se refiere.

Nuestros pueblos, nuestras plazas, nuestro ganado y nuestro dinero –sostienen desde hace 100 años las tauromafias de Sudamérica– para los toreros europeos, que hacen el favor de venir a desplegar su arte quintaesenciado en nuestras ferias anuales. La hipocritona frase: La enorme tradición taurina de nuestros pueblos desde la época colonial, se reduce a importar periódicamente toreros buenos, regulares y malos, pues los taurinos latinoamericanos no conciben promover el surgimiento de figuras e ídolos en sus respectivos países.

Incapaces las autoridades de regular a tan lamentables promotores y gremios y estimular esa tradición, habida cuenta que a España nunca le interesó capacitar a los sudamericanos metidos a taurinos en el fortalecimiento de la tauromaquia como expresión propia, hoy Quito prohíbe que en la plaza los toros sean muertos a estoque y Bogotá cierra la Santamaría. Siempre ha sido más fácil prohibir que gobernar con talento.

Pero todo gobernante que se respete y respete al pueblo que pretende gobernar, antes de las prohibiciones debe hacerse por lo menos tres preguntas fundamentales en torno a la realidad taurina de su país: 1. ¿Quiénes manejan el negocio taurino? 2. ¿Cuántos de nuestros toreros son figuras internacionales? y 3. ¿Qué expresiones identitarias y beneficios comunitarios produce la fiesta brava? La penosa dependencia taurina de Sudamérica impide que las preguntas 2 y 3 sean seriamente contestadas. Lo bueno es que aquí los gobiernos de Aguascalientes y Tlaxcala ya blindaron su autorregulada fiestecita de toros; nomás faltan los demás estados y el Distrito Federal, cuya antojadiza fiesta amagó con prohibirla una descerebrada Asamblea Legislativa.