Sábado 30 de junio de 2012, p. a16
El cumpleaños 25 de Graceland, uno de los discos favoritos del Disquero (junto con su secuela: The Rhythm of the Saints), trae consigo además de la alegría de esa música-madre, una reflexión sobre el tema de la relación arte y política.
Varias ediciones de Graceland han desfilado por nuestras manos: desde el original, en acetato, hasta la conmemorativa, sin olvidar el casete.
Fue precisamente un casete lo que originó esta obra maestra: Paul Simon recibió un buen día una de esas cajitas llenas de cinta café delgada y magnetizada con una música que le cambió la vida a quien ya había participado en las revoluciones sexuales y emotivas de los años 60 y 70 con Art Garfunkel, con quien construyó iconos que suenan todavía.
El dichoso casete llevaba un título de por sí irresistible: Gumboots: accordion jive hits. Volumen II: durante días y noches lo escuchó Paul Simon con audífonos y quedó embrujado para siempre: la música callejera de Soweto, el jive, fue el umbral hacia el paraíso de la música africana: Simon (sin Garfunkel) tuvo de pronto más de 20 álbumes de música africana en su casa, entre acetatos y casetes. Y no pudo más que acudir al llamado: viajó a África para grabar con músicos de ese continente. El máximo regalo que recibió: comprender que los patrones rítmicos y musicales de Occidente nos aprisionan. En la música africana aprendí a ensanchar mi sentido del oído, a escuchar también con el corazón
.
Eso fue en febrero de 1985: Nelson Mandela estaba en prisión, Frederik de Klerk era el presidente de Sudáfrica. La resistencia del pueblo se extendió por doquier. Desde el exilio y desde adentro, los dirigentes del Consejo Nacional Africano (CNA) llamaron a un boicot mundial que incluía a la cultura y al arte: ningún artista, aun aquellos que quisieran apoyar a la liberación de la gente sometida, debería viajar a Sudáfrica. Paul Simon lo hizo.
Antes de viajar, consultó al músico de origen jamaiquino Harry Belafonte, claro partidario de la lucha antiapartheid, quien le recomendó que, antes de viajar a África, consultara con los dirigentes del CNA. El argumento de Paul Simon para desoír el consejo de Belafonte y viajar sin pedir permiso fue contundente: ¿deben los artistas obedecer los designios de los políticos para realizar sus obras? Y en cuanto el CNA dirigió sus baterías contra Paul Simon, éste les contestó: “¿ese es el gobierno que quieren?, ¿que los artistas les mostremos nuestros proyectos de obras antes de realizarlas?, ¿que les mostremos las letras de nuestras canciones antes de grabarlas? El artista es libre. En Estados Unidos –siguió su argumentación Paul Simon– detrás de los políticos están los poderes fácticos: la gente de la guerra y del dinero. Detrás de los artistas, en cambio, están las personas y el amor de esas personas hacia los artistas. Muchas veces los políticos nos piden a los artistas que los apoyemos con conciertos para sus causas: en realidad lo que buscan es que les llevemos a sus manifestaciones el amor del pueblo, que está depositado en los artistas y no necesariamente en los políticos”.
El escándalo fue descomunal. Llovieron de todos lares lanzas, insultos, ataques a mansalva contra Paul Simon. Sus viajes a Sudáfrica, que fueron experiencias musicales y de encuentro humano cuyos episodios sacan las lágrimas a cualquiera, fueron también aventuras riesgosas, incluso contra su vida.
Al final, el éxito monumental del resultado de esa acción de violar el boicot impuesto por el CNA, convirtió los ataques en apapachos. Quienes habían lanzado su furia contra el artista se convirtieron en aplaudidores del éxito alcanzado: por fin, celebraban todos, la música africana salió de donde estaba confinada y se convirtió en fuente de alegría de millones de personas en el mundo, porque la primera edición del disco Graceland, por lo pronto, rebasó los 5 millones de ejemplares vendidos. De súbito todos voltearon la mirada y los oídos hacia ese manantial magnífico: la música africana, portadora de hermandad, paz, alegría de vivir, capaz de levantar a cualquiera de su asiento para ponerse a bailar.
Y es que en efecto, el disco Graceland es una entera maravilla: la música africana en convivencia feliz con el rock y el pop: el guitarrista Ray Phiri toca la guitarra eléctrica como si fuera Kora, ese instrumento ancestral africano, mientras Bakiti Kumalu acciona el bajo como una bestia noble y consagrada en rituales de noche y magia. Y así el listado de músicos de África.
La edición conmemorativa incluye un dvd con el filme Under African Skies, de Joe Berlinger, que documenta toda la aventura africana de Paul Simon y con objetividad escalofriante, ese ejercicio periodístico incluye una entrevista en la mansión donde vive a todo lujo –en un país de pobreza extrema– uno de los dirigentes africanos, una vez que triunfó el movimiento antiapartheid.
El espejeo a nuestra realidad, a los errores de la condición humana, la reflexión social viene acompañada de la música más exquisita, sublime.
Larga vida a Graceland, esa obra maestra de Paul Simon.