a pluralización de nuestra vida política que encarnan los tres grandes partidos nacionales, y los pequeños partidos locales en activo en algunos estados, es el indicador más importante de que los cambios de los últimos 30 años no han sido en vano. La existencia de una oposición que contribuye al gobierno, y que es al mismo tiempo alternativa viable y creíble al partido en el poder, mide el carácter democrático de un régimen político, y hoy en México lo que hay es oposición partidista y posibilidad de alternancia. Es de tal importancia la oposición que en Gran Bretaña el líder del partido que perdió la elección recibe un sueldo, porque es considerado un funcionario público con responsabilidad de gobierno.
Antes de quejarnos de la calidad de nuestras oposiciones, de los costos que representa su financiamiento, del comportamiento de algunos de sus dirigentes, o de la vacuidad de la campaña electoral actual, recordemos cómo era nuestra política cuando el único partido relevante era el PRI, y no había para dónde hacerse porque este partido y sus organizaciones afiliadas ocupaban todo el espacio político.
Hagamos los mayores un breve ejercicio de memoria en beneficio de los más jóvenes, y pensemos en la elección de José López Portillo en 1976, que en realidad no puede llamarse tal, porque el PRI fue el único partido que presentó candidato a la Presidencia de la República, por consiguiente la oferta de las boletas electorales era limitada, en realidad no había nada que escoger. Durante meses el candidato priísta hizo una campaña que, de no ser por los actos multitudinarios que le organizaba su partido, lo habría convertido en un llanero solitario de triste figura. López Portillo se empeñó en superar esta adversidad, y recorrió todo el país a pesar de que sabía que ganaría incluso si se quedaba sentado en su casa leyendo. Además, encontró en las dictaduras militares que entonces gobernaban Argentina, Brasil, Bolivia, Chile, El Salvador, Nicaragua, Paraguay, Uruguay, entre otros, el contrincante que necesitaba para realzar sus pretensiones democráticas y exhortar a los votantes a participar. En el contexto latinoamericano de la época, México era una isla de democracia en un océano dictatorial.
La lección de esta elección fue: si no hay oposición habrá que inventarla. Una vez en el poder, a unas cuantas semanas de la toma de posesión del presidente López Portillo, el secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, anunció en Chilpancingo que se presentaría al Congreso una iniciativa de reforma política cuya finalidad era la integración de las minorías políticas al gobierno del país, vía el Poder Legislativo, y a la competencia institucionalizada entre las fuerzas que se ofrecerían como alternativa al electorado. Quizá es necesario señalar que la LFOPPE partía del presupuesto de que el PRI representaba una inamovible mayoría que, como era tal, nada tenía que temer de las minorías.
En 1976 Acción Nacional, que entonces era la principal oposición partidista organizada, atravesaba por una profunda crisis interna, uno de cuyos protagonistas fue Efraín González Morfín, quien vivía un proceso de radicalización que lo condujo a rechazar la vía electoral y partidista del cambio político, y a llevarse con él a un grupo importante de panistas distinguidos. González Morfín puso en juego todos sus recursos para evitar la participación del partido en la contienda presidencial, y bloqueó de manera sistemática la elección de Pablo Emilio Madero como candidato presidencial.
La pugna entre los abstencionistas y los participacionistas en el seno del PAN surgió el mismo día de su fundación, en septiembre de 1939. Los primeros, capitaneados por Efraín González Luna, sostenían que participar en las elecciones era legitimar las trapacerías del partido oficial; Manuel Gómez Morín, en cambio, sostuvo siempre que de no participar el partido caería en la irrelevancia. El tiempo le dio la razón. Entre 1940 y 1970 en cada asamblea del partido algún grupo introducía el tema de la no participación en la agenda; cada vez, los panistas discutían apasionadamente el asunto. Muchos observadores y personas ajenas al partido se preguntaban con curiosidad por qué los panistas peleaban con tal denuedo un tema que era irrelevante para el buen funcionamiento del régimen, al menos en apariencia. Sin embargo, cuando triunfó el efrainismo y los panistas no participaron apareció con meridiana claridad que Gómez Morín había estado en lo correcto: el PAN estaba al borde de la irrelevancia. Su ausencia de las boletas presidenciales tenía un costo para los electores, pero ese costo era todavía mayor para el propio partido que en las elecciones para el Congreso, en las que sí participó, pero perdió casi cinco puntos de su ya de por sí exigua votación (11 por ciento). También hubo pérdidas para el régimen político.
Intuyo que la existencia de una oposición fuerte y atractiva es una de las creencias democráticas que han arraigado en nuestra cultura política. Es cierto que muchos se quejan de los gobiernos divididos en los que la oposición ejerce su poder y frena las decisiones del Poder Ejecutivo; también es cierto que muchos políticos acarician el sueño de gobernar sin oposición. Sin embargo, estaríamos mucho peor si el gobierno volviera a estar en manos de un solo partido y de sus dirigentes, porque ahí está fincada la tentación autoritaria. No hay veneno más eficaz contra la democracia que la ausencia de la oposición.